La Sociedad Inversa - Teoría social (y 7)
La inversión social está
fundamentada en el principio de incompetencia, que, con otros elementos,
conformarán la Sociedad Inversa, que estamos desarrollando y desarrollaremos
formalmente cuando hayamos acotado convenientemente todas las otras
resistencias del sistema y hecho sus rectificaciones, cuáles se abordan
mediante la inversión (como la eficacia que acabamos de tratar, y la
enajenación) y cuáles, además de la aportación estructural de los principios de verdad (o control de la
polarización política), precisan de un tratamiento adicional u otros tipos de
correcciones, que serán los que darán forma finalmente a nuestro modelo social.
De acuerdo con lo anterior, lo que sigue es en primer orden un desarrollo del
sistema desde la perspectiva de los principios y la efectividad en el contexto
de la bipolaridad y el efecto transistor,
pero más allá de esto es una puesta en firme de los fundamentos (políticos,
judiciales, educativos) de la sociedad para crear este sistema. Al este
respecto hay que entender que la ejemplificación usada sirve para dar cuerpo a
la estructura y caracterizarla suficientemente para nuestros fines, y desde
nuestros presupuestos, pero que en modo alguno pretende ser detallada o
completa del área pertinente a sabiendas de que de cada área, tal como se
indicó al inicio, existen estudios, y estudiosos que pueden hacer más estudios
y análisis, y que sin duda lo hacen; lo que, por otra parte, pone de relieve
que no precisamos ese detalle y que el problema no es de falta de analistas ni
análisis sino de entendimiento transversal, de voluntad, y de la posibilidad de
encajar cualquier sistemática, de forma efectiva (como dijimos, que no se
diluya o pierda), en otra más general. La cuestión no es realizar estudios
particulares sino alcanzar un conocimiento lo más completo posible del sistema
que nos permita ejecutar ajustes pequeños pero firmes con una determinada
jerarquía, de la que se beneficiaría en progresión geométrica los diferentes
planos del sistema, porque del mismo modo que, en un ordenador, un software no
puede funcionar sin un buen sistema operativo, y un dispositivo sin un
software, o, cada uno de los niveles de lenguaje de un protocolo sin el
entendimiento de los respectivos niveles inferiores, el sistema social presenta
una inevitable y característica jerarquía que involucra a unos órdenes con
otros predominantemente en un sentido, y los hace inútiles si la acción es
pobre o inversa, tal como hemos visto, desarrollado y caracterizado, en la
efectividad. En consecuencia presentamos una jerarquía u orden lógico, que, no
obstante, debido a la dificultad de los cambios sencillos e impactantes de los
estadios inferiores, difícilmente será el de aplicación, por lo que la misma se
hará como en general se hace todo en las sociedades, esto es, mediante
relaciones recíprocas entre los diferentes estadios, sólo que aquí a través del
esquema, agotando las posibilidades de cada nivel, y no por un simple mecanismo
de reacción.
1. El principio de verdad y la
bipolaridad política
La polaridad política es tomar una
determinada posición diferenciada de las existentes, que pretende alcanzar para
sí un dominio similar a otro polo dominante (en cuanto que éste puede tratar de
evitarlo), para lo que se nutre de determinada carga ideológica y fuerza
social, es decir, se crea en torno a ciertos principios, anhelos de prosperidad
o señas de identidad. En ocasiones, las motivaciones políticas parten de un
polo intermedio y pretenden igualarse al poder o suplantarlo, tal como hemos
visto en los diferentes momentos históricos, en ocasiones parten del polo
inferior como en la células políticas, que podían tener como resultado final la
segregación, pero, en ocasiones, el polo intermedio no pretende igualarse al
poder sino segregarse de él mediante el intento de equiparación o relación
biunívoca entre política y sociedad, creándose los nacionalismos y los
sentimientos independentistas, donde el nuevo polo positivo pretender arrastrar
al otro en la constitución de un nuevo sistema diferenciado sobre la base de
toda una serie de reivindicaciones derivadas o no de una realidad ancestral.
A. Sobre el derecho de los pueblos a ser diferentes
Las reivindicaciones ancestrales,
como son las nacionalistas o las independentistas, pertenecen al terreno de la
bipolaridad política adscrita a algún tipo de demanda y principio de justicia
inalcanzable que involucran agravios
comparativos o circunstancias pretéritas confusas y subjetivas, pero que como
tal, constituyen su representación actual más genuina y problemática y de más
difícil solución. Tiene difícil solución porque no existe autoridad o argumento
intelectual capaz de alcanzar la verdad pero tampoco, de vencer un sentimiento
o un instinto y, consecuentemente, de establecer un principio de verdad; si bien es cierto que éste existe. Y no es
capaz porque dichas demandas y sentimientos vienen acompañados del sentimiento
de enajenación, de pérdida de algo, lo cual no da valor al argumento sino un
carácter más subjetivo aún, dado que ese sentimiento de pérdida, puesto a
tenerlo, lo puede tener cualquier sociedad con la misma legitimidad, y lo mismo
que nos preguntamos qué sería de B sin A, podemos preguntarnos qué sería de A
sin B, e incluso preguntarnos qué parte de B no sería (habría sido) B sin A, y,
en definitiva, todo tipo de supuestos nacidos del derecho o de la contemplación
de todos los derechos.
Como hemos indicado esta situación,
respecto a la actitud de los polos, es equiparable a una célula política o
unidad dual y, en consecuencia —debido a la segregación y a todo lo referido
respecto de la posesión—, a una separación de bienes de la misma, en la que,
muy al margen del legítimo derecho a romper las relaciones que la ocasiona, toda
la riqueza creada durante el período de relación marital es común y conceptuada
como ganancial, todos los ingresos, al margen de que en verdad hayan sido
aportados por uno de los cónyuges, porque, en buena lógica y sobre el papel, si
uno hace la aportación económica, el otro contribuye o se entrega de algún otro
modo. En este caso como en el otro, el sentimiento es libre, no se puede medir
la contribución y cada una de las partes puede alegar sus servidumbres y buscar
compensación. Según lo dicho, tal como ocurre en la pareja, existe el derecho
legítimo a la disolución. Pero, ya adentrados en el terreno del derecho, si la
disolución es arreglo a derecho, las otras cuestiones también, y, en
consecuencia, puesto que entre dos naciones sin afecto sólo cabe la relación
mercantil, hablaríamos del precio de las cosas.
Por otra parte, nos podemos
preguntar cómo podemos asegurar que, aun suponiendo que la situación de partida
fuera de iniquidad, parte de aquello que aparece como indisoluble y
consustancial a B no es producto o parte del precio pagado históricamente a B
por la misma (es decir, de una iniquidad), y no sólo el precio histórico sino
uno acumulado históricamente y actualizado mediante la asignación de cotas
artificiales de poder (y el poder es poder) y de recursos, como en la
actualidad lo es y sigue siendo a través, por ejemplo, de una ley electoral
hecha a la medida y otros mecanismos. De lo que concluimos que siempre hay una
situación anterior a una dada, por lo que la reivindicación de un poder es en realidad
la reivindicación de todos los medios habidos para lograrlo, incluido el de la
fuerza de las armas, cuyo cuestionamiento nos llevaría a un total
desmembramiento social, es decir, a un estado de total reclamación de unos
contra otros, de cualesquiera número de entidades sociológicas que pensasen que
su situación parte de una situación de iniquidad o de agravio que sólo se
podría superar mediante el igualitarismo o reequilibrio de todos los sistemas o
su quebranto, porque, como en el caso de la pareja, un principio de justicia
sólo representa una paz aparente.
Naturalmente se puede alegar que
siempre hay un estado natural propio, que entre el daño y la sensación de daño
hay un espacio infinito que se puede recorrer o no, y que cada pueblo es muy
dueño de poner el contador a cero en un punto de bifurcación histórica y usarlo
como referencia de sus pretensiones, pero esto no deja de ser artificioso
cuando dicha línea cronológica de la evolución histórica está cruzada
transversalmente, es decir, cuando hay un salto cualitativo en dicha evolución
como resulta ser la propia idea de nación, que se alcanza por extrapolación, y
cuando descubrimos al verdadero actor de la misma. Respecto a esto, cabe
preguntarse cómo se conforman los grupos y cómo se mantienen vivos en el tiempo
y como se mantienen vivas las ideas, y, lo que es más importante o
consecuencia, quién es el objeto de la discriminación y quién la capitaliza.
Vemos rápidamente que los supuestos acreedores son los hijos de los hijos de
aquéllos que pensaron que alguna vez les perteneció algo y les fue arrebatado:
los señores, y sus partidarios (por lo mismo
existen los carlistas), que pugnaron con los otros señores dueños o herederos
de la posesión; por lo que, en el mejor de los casos, no es más que una disputa entre señores, entre aquellos que
quieren defender una posesión o una idea (religiosa, étnica, territorial,
etc.). Es decir, que, suponiendo que partiera de un punto cero, bifurcación,
cambio de status quo o derecho ancestral, sería un punto cero para tal o cual
señor feudal, la conservación en el tiempo de determinadas derechos o
relaciones de vasallaje o de pertenencia a uno u otro, y sus posibilidades de
segregación y consolidación, por lo que lo que verdaderamente se ha extrapolado
es el dominio o supuesto derecho de ese señor feudal, aunque ya no exista la
presencia física del mismo, mediante la extrapolación, en lo que definimos como
autogobierno, del desarrollo de la nación matriz, que implica la extrapolación
entre los conceptos de súbdito y ciudadano. En consecuencia, vemos que tanto
antes como ahora la pérdida o sensación de pérdida de algo ha sido de los que
poseían cosas, porque los otros tenían muy poco que perder, aunque enardecidos
pareciera lo contrario, y que en ningún modo podemos decir que obedece al
derecho de una población que originariamente no tenía esta pertenencia como un
derecho sino más bien como una obligación circunstancial, ya sea la de
vasallaje o la de ciudadanía, por la que entre otros imperativos se acude a
filas en su defensa, ya sea de la posesión, o de la opinión (votación, clima
social, etc.).
Estas pretensiones o se diluyen en
el tiempo, alcanzándose un grado de integración o se exacerban en él, esto es,
se desata finalmente la bipolaridad con toda su fuerza, dando lugar a la
bipolaridad social, el terrorismo, la guerra o al desastre, y toda clase de
respuestas que, a decir verdad, depende de la vehemencia de nuestras
intenciones, de la proyección de un determinado status quo y la determinación
de alcanzarlo. En democracia todas estas formas están fundamentalmente
integradas, es decir, se propician desde la aceptación de unas reglas básicas,
en espera de que, entre tanto, se alcance un nivel de desarrollo que haga
inútiles y verdaderamente fuera de tiempo muchas de las pretensiones. No
obstante, y entre tanto, desde ese estado de bipolaridad constreñida se saca
beneficio y se araña autonomía mediante mecanismos políticos de todo tipo (a la
par que se crean otros agravios), que, a fin de cuentas, es para lo que sirve
todo esto, para establecer en democracia un órgano de poder intermedio (grupo
de presión) entre la representantes y los representados, similar a la que
antaño pudiera procurar y establecer cada señorío, llámese ahora autonomía o
nacionalidad, que se alza como un elemento diferencial, en tanto se establezca
o no como poder diferenciado, es decir, que tanto vale la aceptación de una
realidad como la del conflicto que la sustenta (una problemática).
B. Sobre el derecho de las gentes a ser iguales
Se puede entender, no obstante,
que, además de esta finalidad vehicular, exista otra primordial, y que, de
idéntica forma a como las personas comparten o no formas de ver la vida, las
sociedades de forma análoga —con su juego de principios y pseudosprincipios—comparten
una determinada forma particular o no, y, con ella, que tengan ese anhelo de
compartir o la alegría de identificarse como iguales en lo que lo son,
caracterizando y diferenciando a un tipo de sociedades de otras. Es muy
diferente una sociedad no plural de otra plural, a otra plural en la que cada
elemento particular quiere hacer defensa de su particularidad, éstas son formas
diferentes de desenvolverse las sociedades, entre la afinidad y la disparidad
(la convergencia y la divergencia), que las ponen en diferente posibilidad de
estado respecto al sosiego, la innovación y la eficacia, que no sólo
identifican una realidad sino que orienta el mencionado anhelo para cambiarla,
como nos podemos imaginar, desde la idea, también, de que determinadas formas de
asociación son o pueden ser trabas para la producción, por cuanto se
distorsiona la forma de gobierno o lo hace la masa social, es decir, que, en
buena medida, de la caracterización o el grado de desarrollo se trasluce
también una medida de la descomposición cultural, y cómo se ha
instrumentalizado la intencionalidad burguesa.
De acuerdo con su caracterización
particular, determinadas sociedades o posturas políticas optan por la
convergencia en diferente grado de conceptualización y aplicación, de modo que
unas son, o pretenden ser, plurales, porque, entre otras cuestiones, esa
pluralidad no les plantea ninguna problemática, otras son conservadoras y otras
incluso xenófobas. Cada una de estas posturas responde y se corresponde a una
forma de entender los principios, desde la judicialización y la exacerbación
(de principios y pseudoprincipios) a la inversión, que —como indicamos— tiene
su paradigma en el fascismo o en las corrientes neonazis. Cada forma de
entender los principios da lugar a una determinada forma de lucha con los
principios del otro, es decir, no sólo interviene nuestra forma de entender los
propios sino que la misma implica una forma de entender los ajenos, de
aceptarlos o rechazarlos, sobre todo cuando los mismos representan un forma de
cultura y de economía marginal, lo que da lugar a la aceptación o rechazo de
los grupos que lo encarnan, a los iguales y los diferentes. De esta forma, no
tiene la misma incidencia los principios islamistas en una sociedad con
principios cristianos que en otra que carezca de estos, y, por lo mismo, no la
tiene la musulmana de la subsistencia que la de la opulencia, donde se pone de
manifiesto que todo problema de polaridad es un problema de bipolaridad y que,
como en toda bipolaridad, se establece una lucha entre una fuerza convergente y
otra divergente, entre el concierto y el desconcierto, es decir, que esta
confrontación social se constituye al cabo en una política de idéntica
naturaleza a la esencialmente política visto con anterioridad, que pone de
relieve un nexo común o punto de encuentro a partir de los principios, tal como
estamos desarrollando.
C. Sobre el derecho a ser igual y diferente
Sobre la base de los pseudoprincipios
no es difícil encontrar puntos de desencuentro, en cambio, sobre la base de los
principios de verdad las sociedades
son más iguales en lo que esencialmente tienen que ser iguales, más fácil serlo
y más fácil entrar en el entendimiento de que lo son. Esto es, lo común es
común y lo no común muy bien puede ser desechable o superable. En el primer
caso se debe hacer su defensa desde el ánimo de exportarlo o extenderlo y en el
segundo, de relativizarlo (no es esencial ) y preservarlo (es parte de nuestra
riqueza y, en cualquier caso, de lo que somos como humanidad) y, sin embargo,
se hace todo lo contrario, porque, como vemos, las sociedades modernas van
hacia la estandarización mediante la supresión de lo no esencial (superan lo
ancestral) y la relativización de lo esencial; y los nacionalismos, hacia la
diferenciación de lo no esencial o su exacerbación. Curiosamente los dos
fenómenos aparentemente contrapuestos apuntan en la misma dirección, que, como
vimos, no es otra que la constitución de una sociedad con vínculos endebles,
que tiene su parangón o ejemplo perfecto en el parlamento europeo
(supranacional), en el que se intenta dar sitio a todas las nacionalidades y, a
la par, neutralizarlas, en un proceso de universalización o asociación
jurídica, y donde vemos, en relación a la situación nacional, que la cuestión
no es si se pierde protagonismo (identidad) sino si se pierde desde el
protagonismo o no, es decir, si se cede desde el dominio (emisor) o no
(colector), porque, en definitiva, todo se debe a la resistencia natural a ser
el polo inferior.
Esto pone de manifiesto que las
causas, al margen de cuales sean, apuntan finalmente a una misma problemática,
pero además —como ya indicamos—, que, aunque hemos diferenciado entre políticas
y sociales, estas causas están originadas verdaderamente por idénticas
motivaciones que establecen —ahí es donde confluye lo que los dirigentes tiran
de los pueblos y éstos de los primeros— una determinada estructura de poder,
por la que la sociedad se organiza en diferentes grados de poder, tanto
individual como global, que representan diferentes grados de dominio y
autonomía; valores a los que todos quieren acceder y mejorarse en ellos, bien
mediante la alteración del orden político bien mediante su segregación. Ningún
ser humano, ningún pueblo quiere ser víctima de las circunstancias y sí actor
activo o motor de las mismas, entre una situación y otra se crean situaciones
de sublevación, correspondientes a otras de dominación, ya sea que las llamemos
lucha de clases, rivalidad entre grupos o simple competencia, que pueden surgir
tanto de la necesidad o anhelo de estar arriba como de la resistencia a estar
abajo, y por los que se crean diferente mecanismos individuales, sociales y
políticos de defensa o supervivencia. Respecto a la supervivencia de los
hombres poco podemos decir o tratar porque, de forma idéntica a como ocurriera
con la eficacia, tenemos que contar con lo que como individuos somos, con
nuestra psicología, con la conciencia de cada individuo que es la esencia de lo
que somos, y con nuestros miedos. Otra cuestión es lo referente a nuestras
posibilidades desde la acción social y política, que posibilita la constitución
de un sistema en el que el miedo no sea rentable al que lo causa, y, en
definitiva, la neutralización de cualquier poder que vaya más allá de un
aspecto meramente regulador. Y ahí está la cuestión fundamental, en eliminar de
todos los poderes aquello que es exceso de poder o sobreactuación, y todo lo
que representa un beneficio ilegítimo, es decir, que su neutralización pasa por
hacer a este poder menos atractivo, por demostrar con hechos que quienes lo
ejercen lo hacen con tales limitaciones que es indistinto (salvo por la
efectividad de los procesos y es ésta la que se debe evaluar en unas
elecciones, por ejemplo) quien lo ejerza: la forma de que otros no aspiren a un
poder ilícito es abandonar lo que de ilícito tenga el nuestro, desvestirlo de
poder.
No obstante, es complicado que
estas formas tomen asiento en la sociedad de forma espontánea y es, en general,
todo más complicado de lo que parece a primera vista pues se establecen retroalimentaciones
entre sociedad e individuo que sólo con un bisturí muy fino se pueden cortar, y
así, de forma análoga a como lo hace la ineficacia de acción/reacción, las
diferentes formas de corrupción se emplean y se retransmiten por la cadena y se
establecen flujos desde los diferentes grados o estadios de autonomía y
posibilidades de acción —que parara empezar, tendremos que conocer—,
estableciéndose una correlación entre éstas y la posibilidad de ser manipuladas
mediante presiones, más su propia acción local.