5. Desarrollo y crecimiento (13ª Entrega)
Una vez centrado el problema y
nuestro esquema de trabajo sobre el principio de bipolaridad y el efecto
transistor, en esta entrega vamos a desarrollar una solución o cuando menos un avance a través
de su compresión. En particular estableceremos elementos de ruptura de la
situación actual desde una concepción diferente de la distribución y de la necesidad de la redistribución: la redistribución
no sólo garantiza el bienestar sino la pervivencia del sistema o, lo que es lo
mismo, el mantenimiento de un flujo amplio entre los polos y el mantenimiento
de un valor óptimo de polaridad.
La redistribución, por tanto, lejos
de ser una cuestión que enfrenta a los polos y los separa, y lejos de ser una
cuestión de caridad social, será una cuestión de pervivencia del propio sistema
o de su viabilidad, y más concretamente un mecanismo de ajuste entre dos
situaciones extremas, esas que vienen representadas por dos segmentos sociales,
por dos facciones ideológicas, por dos necesidades en clara confrontación.
A primera vista parece que la
redistribución anula la bipolaridad y por tanto toda posibilidad de
crecimiento. Ahí está el verdadero elemento de confrontación. Pero, ¿es
necesaria una gran bipolaridad para que haya flujo y crecimiento? En realidad no.
De una parte, gran parte de la bipolaridad
actual es superflua o innecesaria pues no está pensada para el desarrollo de
las sociedades sino para la acumulación de una riqueza que posteriormente no se
emplea de ninguna forma. Cuando digo de ninguna forma quiero decir que no sólo
no se aplica al sustrato social sino que es independiente del mismo para su
generación y desarrollo, en cuanto que se realiza mediante procesos mecanizados,
por lo que no se aplica para la empleabilidad. La pregunta es inmediata, ¿Qué hacemos
con el 99% de la población cuando se produzca todo lo que necesitamos con el
1%? ¿Es viable un sistema en el que sólo produzca el 1%, y, por tanto, en el que
sólo consuma el mismo? Parece evidente que no y que la inclusión en la cadena
de consumo de ese 99% mediante la redistribución de la riqueza es necesaria
para pervivencia del sistema señalada.
De otra parte, gran parte de esa fuerza se diluye, en lo que
podemos definir como resistencias del sistema, por lo que sólo se precisa un
grado de bipolaridad escogido y minimizar las resistencias para garantizar un
funcionamiento sostenible, esto es, sólo necesitamos redistribuir
convenientemente la riqueza para que ésta esté donde se precisa, lo que en sí
mismo conlleva la supresión de un gran número de todas estas resistencias
sociales; además de modificar la estructura social (inversión social) y la
política (principio de verdad) con este mismo fin, lo que redunda además en una
mayor eficiencia de todo el aparato social.
Se trata de establecer un orden
y una higiene en el sistema socioeconómico y político, ajustando en ambos casos
el grado justo de bipolaridad, mediante estos mecanismos y mediante el ajuste
de lo que ha venido a ser su motor: el principio de competencia.
Podemos afirmar taxativamente
que esta sociedad se ha regido por el principio de competencia, que ha dado
lugar a una gran bipolaridad, pero que en este estadio social su funcionalidad
es más que cuestionable, y que es precisa su modificación o transformación en
otro más acorde con los tiempos y más útil.
En particular, se trata de
modificar el principio de competencia de los competidores al principio de
competencia de los competentes, que lleva a la plena ocupación de las personas según
su cualificación sin que medien criterios adulterados de oportunidad, y a que
la sociedad se beneficie tanto socialmente como económicamente de ellas.
Existen, por tanto, dos deformidades asumidas en el funcionamiento del sistema capitalista, una las mencionadas crisis de superproducción y otra la tendencia, contraria al propio desarrollo, de llevar el otro polo a un extremo lejano —mediante la supresión de toda la clase media— para mantener la bipolaridad, y, en particular, de llevar las condiciones laborales y los salarios al mínimo (desde la intencionalidad de llevar los gastos al mínimo —y esto son gastos— o incluso, como hemos visto, desde la intencionalidad más infame de llevar las propias condiciones laborales, o propiamente las de vida, al mínimo); y existe una fórmula para llevarlo a cabo de forma natural, puesto que en el sistema liberal el precio de las mercancías fluctúa por la oferta y la demanda; y la mano de obra lo es, y en cantidad abundante. Como cita el Manifiesto.
El obrero, obligado a venderse a trozos, es una
mercancía como otra cualquiera, sujeta, por tanto, a todos los cambios y
modalidades de la concurrencia, a todas las fluctuaciones del mercado…
Pero mediante este mecanismo, el
sistema de libre mercado no sólo es contrario al desarrollo sino contrario al
propio sistema económico puesto que decrecen las posibilidades de consumo de la
sociedad (de ahí la precipitación por la curva de avalancha); con lo que el
circuito del sistema o el crecimiento del mismo se ve atacado por dos flancos:
no sólo se ve atacado por el desarrollo social sino, en estas circunstancias,
por el propio mecanismos de crecimiento. Es decir, que de la misma manera que
desarrollo social y económico se muerden la cola entre sí, lo hacen la
posibilidad de ingreso y la capacidad de gasto de la masa social; siendo ésta
el origen de las crisis y la razón de que se presenten como tales, esto es, la
retroalimentación inevitable del desajuste inicial entre oferta y demanda.
De esta manera el intento de subir
por la curva de avalancha, disminuyendo el gasto, hace que se caiga por la
curva, porque ese déficit de gasto también lo es de las posibilidades de
consumo. Lo que pone de manifiesto, además, que es relativamente fácil crear
una crisis, y sus consecuencias, incidiendo en cualquier eslabón de la cadena,
en particular estableciendo una superproducción inicial. Para esto sólo hay que
inundar durante un tiempo el mercado de productos, de posibilidades para
crearlos y comprarlos y, seguidamente, imposibilitar esta fórmula mediante la
clausura de los mecanismos de financiación o mediante el stockaje deliberado,
que deja sin justificación el mantenimiento de una plantilla: crea paro y
elimina consumidores.
Y pone de manifiesto que no sólo es
fácil sino que es utilizada por el sistema capitalista como mecanismo de
regulación o contención de los gastos laborales y avances sociales o soporte de
las verdaderas medidas de contención. La estrategia económica, como podemos
imaginar, es la elevación por la curva de avalancha de la zona 3 hasta el punto
que se quiera alcanzar en la que se vende todo lo vendible y se hace negocio, y
su posterior bajada o precipitación hasta un nivel mínimo en el que nadie vende
nada y se entra la crisis que justifica todos los ajustes sociales que se quieran
imponer, y establecer así un nuevo marcos social, laboral, jurídico, etc., para
la siguiente expansión, esto es, unas nuevas relaciones de producción que, de
acuerdo a la altura de los tiempos, contemple nuevas oportunidades y formas o
tipos de negocio. El promotor así ha encontrado una vía rápida de alcanzarlas
mediante las crisis de superproducción y otros mecanismos que ponen de relieve
que todo está supeditado a la producción, ahora y siempre, y que si no lo ha
parecido así en los últimos tiempos ha sido un espejismo, un paréntesis
necesario hasta volver a encontrar la fórmula de compenetrarse con una minoría,
la de la clase técnica, y así recuperar el mando.
Cuando decimos que afecta al
sistema económico queremos decir que afecta a los elementos más vulnerables del
mismo, como es todo el polo inferior (ya tratado) y son los pequeños
empresarios, que no pueden soportar sus efectos ni adoptar las mismas medidas
(por ejemplo, la reducción de costes) ni durante tanto tiempo, por lo que el
sistema económico, así trazado, tiende a la consolidación de los grandes
capitales y deja en situación precaria al pequeño empresariado y al comercio
menudo. Esta circunstancia provoca que desaparezca como polo intermedio el
pequeño comercio, que para el capital, como vehículo de regresión social por la
supresión de posibles fuentes emergentes y elementos intermedios de cohesión
social, no es nada desdeñable.
El proceso en su conjunto no sólo
controla las condiciones sociales y el gasto sino que se enmarca dentro de la propia
política de hegemonía económica, como un pretendido paso más, que supone no
sólo eliminar los elementos constituyentes industriales y pre-industriales sino
aquellos pre-capitalistas asociados al desarrollo del comercio o netamente
mercantilistas (que en principio —así lo dijimos—, estaban a salvo), que
representa un estado de desarrollo social más descompensado, alejado de su
máximo o del punto regresión, y que confirma que para el gran capital, eliminar
o neutralizar el bienestar de los diferentes sectores intermedios y recorrer al
completo ese camino de regresión sólo es una cuestión de tiempo.
Este desarrollo social malsano, por
intencionado, es sólo neutralizable desde el desarrollo de un modelo
socioeconómico y político alternativo, que, además, dé solución o regule los
elementos inerciales y nocivos del sistema, cuestión nada sencilla porque, como
hemos visto, está soportada por todo un tipo de cultura liberal —la ya vieja cultura liberal— amparado
por una amplia población que, aunque sufre sus excesos (sólo hay que ver la
situación del pequeño empresariado), disfruta de sus posibilidades, de sus
logros, de sus beneficios, y se constituyen en defensores a ultranza;
defensores —como vamos
a ver— de concepciones liberales o
contrasentidos que ya sólo sirven a los verdaderos, y cada más restringidos,
beneficiados.
A. Sobre la regulación y la redistribución
John Locke, padre del liberalismo
moderno, propone que la soberanía emana del pueblo, que la propiedad, la vida,
la libertad y el derecho a la felicidad son derechos naturales de los hombres,
anteriores a la constitución de la sociedad y que el Estado tiene como misión
principal proteger esos derechos, así como las libertades individuales de los
ciudadanos. Curiosamente el liberalismo económico que promueve la libertad
económica y la iniciativa individual, y que a través de ésta crea una
oligarquía económica, se contrapone con esto a aquello, y se contrapone porque
preconiza que los intereses contrapuestos y los excesos se equilibren en el
mercado mediante un ajuste limpio de fuerzas. Con esto tiene una incoherencia
instrumental, pero además —y es más importante— tiene otra fundamental, pues con el mismo pretendido criterio
podría plantearse que, lo mismo que económicamente el mercado regula los
intereses y los excesos del uso de la libertad, la vida misma se puede encargar
(se podría haber encargado) de lo propio respecto de sus otros aspectos;
cuestión ésta que, lejos de ser así, ha degenerado en el ordenamiento social
establecido, esto es, en el predominio social de unas clases respecto a otras
que el propio liberalismo ha corregido (y sobrepasado) con sus revoluciones: la
doctrina liberal, a la par que trata (ha tratado) de corregir el exceso del
naturalismo histórico (darwinismo social), sienta las bases para la generación
de otro; poniéndose de manifiesto que la vida sola no es capaz de regular, que
el mercado solo no es capaz de regular, y que los sistemas económicos y
políticos, como los físicos y los ecosistemas en general, pueden trabajar en
una fase estable auto-sostenida o en otra proclive a alguno de las zonas de
trabajo inestable, que necesita una regulación externa cuando los mismos
traspasan algunos de sus puntos críticos, promovidos —tal como hemos descrito—
por determinadas agrupaciones interesadas; interesadas como hemos visto, y
entre otras cuestiones, en romper el habitual ciclo de consumo.
Este contrasentido teórico e
histórico, explicitado mediante el mecanismo de la crisis —sea o no de
superproducción— pone de relieve, entre otras cosas, que una sociedad de
bienestar tiene que procurar el bienestar de todos, de todos los grupos —rompiendo
la idea de depredación de unos sobre otros—, y que la pervivencia no puede ir
encaminada a su selección sino al avance o progreso homogéneo de todos ellos.
De una parte, ya hemos explicado que este bienestar de todos significa el
desarrollo social sobre la base de una clase media suficientemente amplia que
se contrapone (mediante la ecuación) al desarrollo económico, lo mismo que se
contraponen los principios leales del liberalismo a su ejecución práctica
economicista. Pero, además, el bienestar de todos, con nuestra estructuración
actual, y sentido del bienestar (el de la sociedad de consumo), pasa por el que
todos podamos acceder a los productos, es decir, que cuando menos se esté en
situación si no de producir sí de consumir, porque el que una parte importante
de la masa social no esté metida en la cadena de consumo (con todo lo que esto
pueda tener de contraproducente a otros efectos ese consumismo) afecta no sólo
a los que no lo están sino a los que están; como si de la interrelación de una
comunidad biótica se tratara. En efecto, el mecanismo de la crisis es una bola
de nieve o cadena sin fin establecida entre un déficit de producción (a veces
derivado de una superproducción) y el de consumo, o una paralización de la
economía real —o estado mórbido del sistema— en un clima de escasez y
desconfianza (la desconfianza radica, como radica en cualquier economía
familiar en la inexistencia de reservas de valor imperecedero: de dinero; esto
es, radica en la escasez). En este caso, el subsidio no sólo es algo necesario
para los subsidiados sino para el resto de la población por lo dicho y porque
en una sociedad de bienestar se tiene que dar sensación de que todo está
razonablemente controlado o que, en definitiva, existe ese bienestar (en un
sentido más general), que representa un aspecto de la genealogía de la redistribución
de la riqueza.
Ya en la época feudal existían
desde otros presupuestos disquisiciones al respecto, y más concretamente
respecto a su ejecución práctica en la forma de caridad. Tal como refiere Diana
Wood, la caridad supone asumir una sociedad desigual, tanto por la distribución
de las riquezas como por la eliminación del sufrimiento. Por entonces, quedaba
una cierta duda sobre si esta redistribución era un acto de justicia o
misericordia. La idea de que es justicia
viene de la noción aristotélica de que la propiedad debe ser privada en su
aspecto personal pero común en su uso.
Al final se trataba tan sólo de un problema de
justicia: la caridad era el hecho de devolver a sus propietarios lo que les
pertenecía, y los que les pertenecía era lo que los ricos tenían en exceso.
Los padres de la iglesia primitiva habían sido claros
en este punto. San Agustín había dicho que “aquellos que poseen en abundancia
poseen bienes ajenos”.
El Antiguo régimen por el precepto
y virtud de la caridad, mediante la recogida del diezmo en las parroquias y su
reparto entre los pobres y desfavorecidos, era (con todas las cautelas,
restricciones y consideraciones que se quiera) de riqueza redistribuida. El
sistema de economía mixta, donde desarrolla el Estado la idea de reparto o
auxilio social, es redistributivo de los bienes recaudados a través del
mecanismo de la fiscalidad. Toda redistribución es y ha sido la redistribución
de bienes ajenos por un tercero (mediador) mediante un principio de justicia.
Si el poder político es el económico, no hay un tercero o mediador, por lo que
o se hace por un principio superior o no se hace. Todos los poderes han
ejercitado la redistribución de la riqueza menos el económico, porque no
reconoce responsabilidad en la desigualdad de la sociedad ni en el sufrimiento
infligido, y porque se aplicaría, según lo entiende, sobre los propios bienes.
En consecuencia, el poder económico tiene una oposición teórica, además de la
estructural, sistemática y planificada —que hemos estudiado— al reparto de la
riqueza: no le conviene ni por activa ni por pasiva. Este es el posicionamiento
final de la lucha entre el amparo —como fórmula histórica de reequilibrio— y el
desamparo, como herencia de un pensamiento nuevo alcanzado en las postrimerías
de la época feudal respecto a la riqueza y la pobreza, por el que la calidad de
la redistribución, y, consecuentemente, su ámbito de aplicación, pasó de ser
genérica, a selectiva. Como indica Diana Wood,
En el siglo XII, Graciano reunió textos patrísticos
sobre los criterios necesarios para dar caridad… Aparecieron dos principios
fundamentales. El primero era que… había que aplicar una cierta discriminación,
según una “escalera de perfección”… El segundo principio, el de los pobres “que
no merecían la ayuda”, es decir, los vagos que eran capaces de trabajar.
En consecuencia de la misma manera
que se cambio la concepción frente a la riqueza y el trabajo, se modifico
respecto a la caridad, llegándose a considerar una práctica ideada para el
mantenimiento de vagos. Este pensamiento ha echado raíces en nuestra sociedad y
la ha dividido, ha establecido una línea divisoria, y ha llevado unos a un lado
y otros al otro, y los ha separado; cuestión no muy extraña cuando, además,
esta situación continuada o perpetuada de amparo es insostenible, (como de
hecho lo es y lo ha sido en este contexto el reparto continuado de una riqueza
inexistente) y cuestionable, de acuerdo con el deficiente empleo de los
recursos o fórmula de amparo.
Esta situación de amparo confrontan
a dos partes de la sociedad y polarizan políticamente sus posturas, ya de por
sí, como hemos visto, polarizadas, y las enfrentan: de un lado a una clase baja
—venida a menos, económica y moralmente— que ni tiene, ni tiene posibilidad de
tener (según qué casos, ni quiere) y, de otro, a una clase media-alta que hace
frente a toda la carga social, principalmente a aquélla que representa el
tejido empresarial (muy al margen de que la situación parta de un principio de
iniquidad), que se introduce como un factor más de desajuste o incremento de
esta polarización, como la expresión más prosaica de dos ideas o dos mundos en
confrontación y de la fricción en las relaciones de producción: el que produce
y el que tiene los medios de producción; sólo que aquí como opinión viva o
encarnada: cada sector sabe de su realidad y con la suya trata de sobrevivir, y
sobreviviendo no se puede atender a más, y menos a otras realidades.
El amparo económico pone en
comunicación económica virtual a dos polos de la sociedad, los polariza
políticamente (la polarización política se opone a la comunicación económica) y
los sitúa como posturas encontradas (de muy
diferente relevancia social), que, de una parte, trata de implantar una
situación económica diferenciada (una idea) y de otra, anularla (otra idea). Es
la confrontación entre el hombre que hace y no mira, y del hombre que mira y no
hace; entre el hombre que es dueño de su tiempo y de su trabajo, y el hombre
que no; entre la regulación del mercado y alguna otra. De lo que resulta una
sociedad bipolarizada y, como consecuencia —como catalizadores de la
perspectiva social—, una política y clase política igualmente polarizadas, y,
ahora, un poder económico como motor de esa polarización y garante de estas
pervivencias sociales, que aseguran su propia pervivencia como grupo hegemónico
y de todo lo que representa, esto es, del modelo social y económico implantado
(y la revolución aludida en marcha) capaz de neutralizar o diluir cualquier
oposición y solucionar a su favor cualquier fracaso, como lo ha sido durante
más de dos siglos ya: capaz de todo.
B. El flujo continuo: la redistribución como necesidad
Se podría pensar, por la fuerza de
los hechos —a lo largo de este tiempo—, que el sistema es incombustible y que,
en efecto, ha pasado todas las pruebas, pero no es cierto y sí lo es que otros
muchos sistemas (como otros muchos grandes imperios que los encarnaban) han
caído cuando parecían ser inquebrantables y, cuando lo han hecho, lo ha hecho
una cultura y unas formas de relacionarse, para tomar otras basadas en la
precariedad y en la dependencia. Este nuestro no lo es y no es estable, y tiene
fisuras, y, como hemos visto, ha iniciado un proceso de revolución social contraria
a lo que se preveía, que lleva implícito un debilitamiento de la fortaleza del
mismo por debilitamiento de su columna vertebral que obliga a un
fortalecimiento artificioso y oscilante. La cuestión es si en ese progreso y
movimiento pendular cruzará o no algún umbral (que incluiría el de apagado) por
incremento de la inestabilidad en cada vaivén, rompiendo la arquitectura
social; y la cuestión es cómo evitarlo.
En este vaivén, en este sube y baja
característico de la zona 3, se pierde algo, pero la situación de permanecer en
la parte baja —y de cualquier forma— tampoco es muy alentadora; y ése es su
aval. La zona de saturación, como ejemplo de convergencia, es una zona de
agotamiento, de débil inercia que puede caer a la situación de corte o
saturación inversa. Este comportamiento, que en lo político puede suponer la
destrucción o el desgobierno, lleva a la subsistencia en lo que a la economía
se refiere, la misma en la que estaríamos —más que probablemente— si no se
hubieran desarrollado, parejamente al aumento demográfico, el desarrollo
económico y técnico como palanca de progreso, tal como se desprende de la línea
de desarrollo de otros pueblos sin este hecho diferencial; el tercer mundo y el
segundo quieren ser primer mundo: nosotros no vamos a ser unos mojigatos.
Se pone de manifiesto que esta
situación, que estamos criticando, es (y fue) una opción de futuro ante el
presente por quienes lo miran desde algún tipo determinado de necesidad y que
no nos sirve simplemente arremeter contra la fórmula establecida, y llevados
por el análisis y la furia encontrar a quienes la promueven simplemente porque
se haya superado un punto de inflexión o porque cada avance lleve aparejado un
exceso sino, más bien, la forma de desarticularla y superarla, y hacerlo,
contrariamente a lo ocurrido en el pasado —lleno de ideologizaciones—,con el
esquema de funcionamiento en la mano, con menos fervor y más razón, y hacerlo,
además, desde la aceptación de que —de acuerdo con el principio de bipolaridad—
gran parte de nuestro desarrollo es consecuencia del subdesarrollo de aquéllos
(acordémonos de los tres grupos de trabajadores que intercambian sus productos),
por lo que el proceso lejos de que deba seguir desplazando la riqueza en el
mismo sentido tiene que invertirla y llevar la acumulación a un punto exacto
que permita la generación de riqueza pero no tanto que la impida, en la
consideración de que el sobre-exceso de riqueza en un polo a cargo del defecto
en otro no genera crecimiento porque no tiene en qué emplearse, es decir,
porque, de acuerdo con el efecto
transistor, sin modulación, el flujo de riqueza es inefectivo y se produce
(zona de avalancha) por sobre-excitaciones de corto alcance y cada vez más
ajenas a sus repercusiones en el desarrollo social.
Es por ello que tenemos que
analizar todas las variables que ya hemos puesto en consideración y
reconsiderarlas, y reconsiderar y transformar —para empezar— nuestra concepción
de la redistribución de la riqueza visto e instalado, porque es viejo y es
falso, e implantar otro (otro cambio de pensamiento). Una redistribución
natural, que sirva para la situación actual y no para la que se intentó
promover hace tres siglos, y que contemple entre otras variables la del trabajo
como un bien escaso. En este sentido, ya hemos visto cómo la clase trabajadora,
incluso la especializada, se ha visto y se está viendo desposeída de los
beneficios del desarrollo, y desplazado del mismo o del trabajo que lo procura
por los procesos de mecanización. Llevado al extremo, como consecuencia de la
tecnificación y la productividad, muy bien pudiera ocurrir en un futuro que la
mano de obra fuera realmente inservible porque todos los procesos se realizasen
mediante dispositivos tan sumamente mecanizados y regulados informáticamente
que la haga innecesaria, estableciéndose, como es lógico, unas nuevas
relaciones de producción como perfeccionamiento de las ya existentes, que pueden
incluso absorber un sinfín de profesiones para las que tradicionalmente se
precisaba una capacitación y que comportaban un nivel social relevante. En este
caso, la pregunta es obvia: ¿toda la riqueza producida por las máquinas y los
mecanismos pertenecen a sus propietarios?, ¿no será toda la población, que ha
dado lugar a esta forma de desarrollo, generación tras generación, beneficiaria
o usufructuaria de la misma?, en consecuencia, o, en cualquier caso, ¿no habría
que establecer una imperativa redistribución de la riqueza, que haga de la
misma algo más que un adorno social? Esto que se plantea como un problema de
futuro sobre un modelo de futuro —aparentemente sólo alcanzable tras diversas
convulsiones sociales— es un problema actual en nuestro modelo actual en el que
por esta ausencia de redistribución, que no sólo no alcanza para la dignidad
sino que no lo hace para la necesidad, tenemos a medio mundo muriéndose de
hambre, mientras que una minoría vive en la opulencia más escandalosa (500
marcas tienen el 60 por cien del PIB del mundo), en esa que no se mide ya por
lo que tiene sino por lo que es capaz de crecer o tener: la diferencia respecto
al ejemplo es que, de acuerdo al proceso de la bipolaridad no será el 50 por
cien del mundo el que pase hambre o pierda relevancia social, será el 60, el
70… y, ¿por qué no el 99? Una distribución natural, quiere decir, en
consecuencia, que no se produce como solución in extremis al estado de
precariedad o por un mecanismo de reacción sino por otro que se encarga de redistribuir
el excedente de beneficio de algunos sectores, que de otra forma resulta
improductivo para el conjunto de la sociedad, y que resultaría de la concepción
de un régimen cooperativista o global del desarrollo y, por otro lado, como
único aplicable con perspectiva de futuro.
Una vez reconocido esto, podemos
reconsiderar la situación en su conjunto para establecer una determinada
operativa y su aplicabilidad. En primer término, como hemos visto, si los
artículos no tienen un verdadero valor añadido, o la sociedad presenta otras
resistencias y sumideros, decrece el flujo, lo
que obliga a incrementarlo mediante aportaciones subsidiarias (que, a la
postre, se presentan como un sumidero más) o
a través de incrementos de bipolaridad para mantener el crecimiento de forma
forzada y artificiosa, e insostenible por ser contraria al desarrollo y al
propio crecimiento, y, en consecuencia, inefectiva, por lo que si no se
inventan unos mecanismos de crecimiento que no estén apoyados en esta
desigualdad imposible se corre el riesgo de caer en algún tipo de subsistencia.
Es por esto por lo que se precisa que toda la masa social esté en condiciones
de consumir, y hacerlo de forma natural y con una forma natural de alcanzar los
medios: precisamente para mantener ese flujo constante, es decir, para
garantizar que la sociedad funcione, mediante el establecimiento de una
relación armonizada entre plusvalía y poder adquisitivo, en esa fase activa o
incluso en la de saturación de forma estable. Dicho en términos eléctricos, la
razón por la que toda la masa social debe estar en la cadena de consumo es
porque no habiendo una gran diferencia de potencial debe haber, para que se
mantenga la potencia máxima, un gran flujo dinámico (que concuerda con la idea
de “bienestar de todos” que haga impracticable, debido a la magnitud (inercia)
el corte o inversión de polaridades. Esto nos lleva, por otro lado, a que no
sólo los problemas sino las soluciones son parte de un mero funcionamiento del
circuito de polarización, esto es, el que acompaña al dispositivo y suministra
los potenciales adecuados a los terminales, y que si los problemas son
desajuste, las soluciones son, más allá de cualquier otra consideración,
ajustes necesarios.
En consecuencia, por encima de la
carga emocional derivado del juego de acción y reacción, y la división social,
que queramos establecer, podemos comprobar que hay una metodología clara de
ajuste que hace que las diferentes medidas, por encima de ser consideradas de
justicia o de corresponsabilidad social, son o no son necesarias desde el punto
de vista del óptimo funcionamiento, que nos lleva a la existencia de unas
limitaciones o condiciones de contorno del mismo. Con esto, la supervivencia
del flujo mediante subsidios naturales lejos de ser, tal como se planteó inicialmente,
una cuestión de caridad, y luego de pragmatismo social, es una cuestión de
necesidad, una cuestión de higiene del sistema, que se identifica con un
sentido total de justicia social al ir de lo local a lo global. En este
sentido, tal como nos preguntábamos, se pone de relieve la deficiencia del
sistema y la necesidad de superar el principio de justicia hasta ahora
instalado, es decir, la necesidad de adoptar otro que no surja de la
dominación, opresión o de la compensación de cualquier tipo de exceso, y
llevar, por tanto, nuestra realidad o el entendimiento de la misma a esas
condiciones de contorno o elementos de verdad, esto es, a unos principios, que
como veremos posteriormente serán principios
de verdad, que estén por encima de la coyuntura, el criterio o perspectiva
particular, y se sitúen en un plano superior o posición transversal del
entendimiento: en una primera lectura, vimos que el flujo tenía que ser amplio
y constante para que el bienestar sea un bienestar de todos, y toda la sociedad
esté en condiciones de consumir, y se establezca así un principio de justicia, ahora
vemos que ese bienestar generalizado es necesario para que se mantenga un flujo
amplio y constante, necesario para la supervivencia del sistema, de lo que
resulta que lo que era un principio de justicia es una necesidad o justicia
necesaria, que se constituye como principio de verdad del desarrollo social.
¿Pero, cómo lograr este flujo si el desarrollo futuro no puede estar apoyado en la
bipolaridad grande, esto es, en la desigualdad sino en el flujo continuo libre
de sobresaltos, mientras que tampoco en una tal igualdad que lleve a
crecimiento cero, a una economía de subsistencia y carente de progreso?
Siguiendo con el símil, la sociedad tiene que pasar a un estado de superconductividad,
es decir, que puesto que no puede tener una gran diferencia de potencial lo que
se debe lograr es la supresión de resistencias (llevarlas al mínimo). Una
economía basada en la superconductividad es una economía de flujo constante,
autosostenido, libre de resistencias, similar a la economía de subsistencia en
la forma pero no en el fondo puesto que permite la evolución social (esto es,
el flujo) desde unos mínimos sobrados de bienestar (un nivel de referencia de
la zona activa). ¿Cómo lograrlo si el consumo total depende del empleo total,
éste del crecimiento, y el crecimiento de la desigualdad que se deriva de dicha
bipolaridad o desigualdad?
C. Principio de competencia (un poco más cerca de las causas)
La sociedad se rige por el
principio de competencia. La competencia es el motor de la bipolaridad que, a
su vez, potencia la competencia. La iniciativa es la extrapolación social de
las pulsiones o su arreglo estadístico, que las personas, sociedad y las
empresas utilizan para su desarrollo. En efecto, la sociedad (y las empresas
como caso particular) tiene unos mecanismos para que prosperen a los puestos de
responsabilidad los más anhelantes (codiciosos, vanidosos y soberbios) y, por
decir, los que presenten menos objeciones y mayor empuje: para llegar a algo
hay que quererlo y, quererlo, quererlo, lo quiere el que verdaderamente tiene
deseo de ello (esta es la plusvalía moral y psicológica), ya sea por el
atractivo social mencionado o el económico. El hombre, de la misma forma que
utiliza el estatus social como Base o mediador (Fm), en su relación bipolar con
otros hombres (ya visto en el hombre bipolar), utiliza lo que en esencia es
como mediador para su desarrollo social, esto es, para alcanzar un estatus.
Entre los elementos a tener en cuenta como aliciente del desarrollo personal
está la calidad de la ocupación y la supresión de elementos enajenantes que
comporta la elevación por la escalera promocional, el status alcanzado y la
nueva forma en las relaciones de producción que se deriva, por lo que alcanzado
ese status el individuo tiene la sensación de haber escapado de alguna
servidumbre y de ser dueño de algo. Cuando la superestructura jurídica y la
necesidad amparan estas relaciones de producción, este mecanismo, que es una
aplicación utilitarista de la psicología humana, y un desarrollo práctico del
apego personal, toma finalmente esas formas y se constituye en una
ejemplificación de ese fascismo que todos podemos llevar dentro y que mostramos
en el momento que coyunturalmente nos situamos (en el otro polo) como eventual
poder económico en un simple y cotidiano proceso de contratación. El incentivo
es una forma moderna de camuflar o maquillar la codicia u otros apegos
personales puesto que deposita en algo tan tangible, y perfectamente entendible
por todos, como el dinero (en cuanto que legítimo), el leitmotiv o necesidad de los comportamientos según los cuales los
individuos se constituyen, arreglo a la valía, en motores de ese empuje o,
mediante el establecimiento de unas jerarquías muy particulares, en perfectas
(sumisas) correas de transmisión.
El mecanismo de la competencia
lleva implícito muchas deficiencias respecto a la capacitación derivadas del
sistema de elección o de la forma de resolución, algunas relacionados con la
formación de ciertas cadenas de decisión, tipo de pensamiento único, pérdida de
pluralidad y dominio, es decir, en la que la exigencia no es una verdadera
capacitación (ésta se deja a los técnicos) sino un grado de convergencia en
este pensamiento o una determinada disposición (sobre la que luego volveremos).
Incluso para un cargo como el de presidente del país, que debería estar
suficientemente validado, se inicia un proceso de selección del que finalmente
resulta un ganador que a todas luces,
respecto a lo que importa, lo tiene todo por aprender. Hay un chiste muy
representativo de esto.
Aquel político que iba a dar un cargo público a un
amigo que, por otra parte, tampoco quería muchas complicaciones respecto al
mismo. El político iba ofreciendo puestos cada vez de inferior entidad que el
amigo iba rechazando por encontrarlos demasiado ostentosos. De este modo fue
rechazando una plaza de director, de subdirector, de delegado, de subdelegado,
de secretario… Ya por fin, el que optaba al puesto le dijo al político: ¿no tendrás
algo de menos importancia, como asesor o algo así? No, imposible, le contestó,
el puesto de asesor es por oposiciones, para esto hay que saber.
A pesar de las deficiencias, el
sistema de selección pública tiene un aspecto positivo, y es que todos los candidatos
supuestamente capacitados tienen una oportunidad de ejercitarse o hacer campaña
de sus cualidades políticas y publicidad de sus méritos: concursan; y es la
propia evidencia de los hechos la que pone finalmente a cada uno en su sitio.
Esto no ocurre en otras áreas, en las que los candidatos, que, o bien son
finalmente elegidos a dedo (selección discrecional y privada) o bien
promocionados vía oposición, no pueden ejercitarse o mostrar sus cualidades, o
si lo hacen no es claramente contrastable, o lo es después de largo tiempo y
tras emplearse en áreas de diferente competencia e inferior cualificación.
Esto, por un lado, conlleva, dado que se da para grandes colectivos sociales,
una importante desestructuración del
tejido social y, derivada de la misma, un grado importante de ineficacia o ineficiencia funcional; tanto por el
empleo inadecuado en lo que no se es (y con poca motivación y perspectiva de
futuro) como por la imposibilidad de desarrollar y ofrecer a la sociedad el
producto de su formación. En consecuencia, mientras que el sistema de
competencia espera un gran beneficio de los elegidos no repara en el perjuicio
social, tanto estructural como funcional, que se deriva de los que no lo son,
mientras que, por otro lado, eleva la exigencia social, selecciona a los
mejores desde un cierto punto de vista y los introduce en el mercado laboral
para realizar tareas para las que no se precisa tal cualificación (dejando a
los no cualificados sin oportunidades) pero de la que el trabajador, como tal,
o bien no prescinde (o no puede prescindir) en su ejercicio, en cuyo caso el
empresario paga a un precio un coste social formativo superior del que hace uso
(lo que le genera una plusvalía) o bien prescinde y da lugar a una
relativización y depreciación del atesoramiento cultural del individuo, y de su
uso o rentabilidad social. Esta última manifestación que, como todas las
casuísticas, se da más en unas sociedades que otras, para el caso español según
un última estadística suponía tener a más de la mitad de la población
licenciada entre 25-29 años ocupados (o desocupados) en una profesión de
diferente e inferior cualificación a la propia académica, siendo la primera en
el ranking frente a la menos desajustada, que sólo alcanzaba el 4 por ciento
(Luxemburgo).
La competencia ha sido la base de
nuestro desarrollo socioeconómico porque, en principio, no hay más motores para
el desarrollo que el de las propias pulsiones, pero también motor del
subdesarrollo global e integral y causa de muchas resistencias, algunas asociadas
a la competencia (la desestructuración
del tejido social y su ineficiencia
asociada, ya apuntadas) y otras asociadas a la propia bipolaridad generada,
como es la bipolarización del tejido social o bipartición de las masas
sociales, que rompe un camino natural de progreso social y genera procesos
reactivos, que se oponen (pura supervivencia) al mismo y a la avalancha de
flujo que lo caracteriza (la riqueza fácil), como es la enajenación de
determinadas clases sociales, que como hemos indicado da lugar a la bipolaridad
política y a la lucha de clases, y a la propia enajenación individual o
personal, que socialmente se traduce en rebeldía y pérdida de efectividad. De
este modo, lo mismo que el desarrollo tiene un máximo porque la bipolaridad que
lo impulsa es contraria al mismo (y el crecimiento económico lo tiene por
elementos derivados del desarrollo), la efectividad (y todo lo que de ella
podamos sacar: aprovechamiento, rentabilidad, bienestar, etc.) lo tiene, como
un elemento más del desarrollo económico, por las resistencias
(estructural/funcional) desarrolladas por la propia bipolaridad y por otras
análogas derivadas de la competencia que la impulsa. En este caso, no sólo la
estructura social sino la económica sufren los defectos de su arquitectura, por
lo que estos se presentan como endógenos; lo que pone de manifiesto un fallo
interno o de arquitectura interna del propio sistema (económico y, por ende,
como parte, del global); y no sólo un interfuncionamiento defectuoso entre los
diferentes sistemas (económico, social, político). Es decir, las primeras
resistencias se generan como consecuencia de la bipolaridad —son directamente
proporcionales a ella—, mientras que las últimas son resistencias internas que
repercuten en el flujo, que no son directamente proporcionales a la bipolaridad
pero si a los incrementos y decrementos, esto es, a la competencia que los
genera (y sus efectos); dependiente de la arquitectura del sistema. Esto es
consecuencia de que nuestro sistema, como el circuito transistor, como un
circuito oscilador, como cualquier sistema se basa en un dispositivo con un
circuito asociado de retroalimentación. Ahondando en esta analogía, hay
sistemas tendentes a conservar una determinada señal de salida (un oscilador,
por ejemplo) o a precipitar y caer en estados inestables en función de trabajar
o no con una señal adecuada de entrada, o referencia (obtenida de la salida);
lo que da lugar a una señal de entrada en función de la salida y de la salida
en función de la entrada. Si una señal es buena lo será la otra (si el
dispositivo electrónico está en buen estado) y, caso contrario, serán malas las
dos, dando lugar a un sistema viciado, cíclico y degenerativo, en el que de la
salida se obtendrá una referencia mala y de la referencia una salida igualmente
defectuosa. En este caso puede darse dos situaciones: o, en efecto, trabajamos
con ese sistema retroalimentado inestable o incorporamos a nuestro dispositivo
toda clase de correcciones electrónicas (disposiciones y regulaciones) que
palien en lo posible las deficiencias, o cambiamos el sistema, el dispositivo o
sus nódulos en fallo y de propagación sistémica.
En sociedad se da esa forma
retroalimentada y mórbida de funcionamiento a la que se intenta mejorar el
esquema defectuoso de funcionamiento con cientos de regulaciones derivadas de
un fallo común (esas son las miles de
gestiones absurdas de las que hemos hablado). Con
todo esto, en su conjunto, nuestro desarrollo, fundamentado en un proceso
tendente a aumentar la bipolaridad para el desarrollo económico, y otro
tendente a su disminución para el desarrollo social, y al margen de otras
consideraciones más específicas, crea tensiones y da lugar a un cierto grado de
convergencia ficticia (inequitativa) para el desarrollo social y una
bipolaridad ficticia (improductiva) para el económico. ¿Qué hacer entonces?
Evidentemente cambiar el ordenamiento social (el diseño del dispositivo), no
propiamente a través del principio de bipolaridad
sino del principio de competencia sobre el que se apoya y más específicamente
mediante la transformación de éste, esto es, mediante la transformación del
principio de competencia de los competidores (principio de competitividad) en
principio de competencia de los competentes o, si se quiere, principio de
incompetencia (de los no competentes), que regula la bipolaridad socioeconómica,
lleva la resistencia al mínimo y define un proceso de inversión social; mientras
que hacemos lo propio para la bipolaridad sociopolítica con los principios de verdad —como el que hemos
adelantado— como mecanismos de despolarización o bipolarización controlada y
nuevo principio de civilidad, esto es, para que la herramienta que corrija los
desajustes de la bipolaridad socioeconómica no sea la bipolaridad política (y
sus leyes) sino algún principio o conjunto de principios de justicia superior,
y así, en conjunto, disponer de un esquema lógico (Sw) superpuesto al esquema
físico o económico (hw) anterior, como base de
un modelo social alternativo: la Sociedad Inversa.
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