EL IMPUESTO HIPOTECARIO Y LA JUDICATURA
EL LIBRO DE LOS CAMBIOS (Capítulo 3)
(total capítulos editados, aquí)
(1) Podría haber seguido desarrollando
el trabajo anterior con la cuestión de la judicatura sin solución de
continuidad porque que una vez que hemos enfrentado los Mandatos a la
regulación jurídica parece lógico hablar a renglón seguido de todo lo que
conlleva o implica esa regulación jurídica, de todo lo malo. Lo haré ahora, y lo
haré apoyándome fundamentalmente en un caso tan reciente y conocido como el de la sentencia sobre las hipotecas, ya
mencionado, o, dicho más exactamente, el follón liado por la Sala del Tribunal
Supremo a cargo de la misma, por el que ha quedado en entredicho la
independencia del citado Tribunal, que es tanto como decir de toda la Judicatura.
No es que
el caso empañe a toda ella, que también, es que se ha puesto de manifiesto que
toda ella podría estar (está) empañada de las mismas cosas, de tal modo que
cuando aparece un caso aparece de acuerdo a toda una sintomática, a toda una
dinámica interna de funcionamiento, y a unos modos pocos conocidos de elevar la
verdad jurídica; lo mismo que si vemos una pompa en el agua que está en el
fuego sabemos que obedece a toda la dinámica interior del caldero aunque no
sepamos describir esa dinámica, aunque sobre esa dinámica sólo tengamos
desconocimiento.
Amparándose
en ese desconocimiento, en los casos de corrupción se ha dicho con el mayor
cinismo, uno tras otro, que “es una persona”, que “no es generalizado”, cuando
la realidad es que es un sistema, un modo operandi, una forma de relacionarse determinados
ámbitos sociales con otros para alcanzar los fines, y todos ellos con la administración como uno más, por hecho
o por derecho, según se desprende de todos las tramas conocidas. Lo hemos visto
en mil y una maniobras, incluso de la Fiscalía del Estado, de dudoso pedigrí. En
cómo esta Fiscalía atiende o se hace eco al primer compás sobre algunas
cuestiones y cómo en otras sólo se dan por enterados con el clamor popular (o
ni eso), o que incluso pervierte su función, como en el caso de la Infanta, diga lo que diga
el fiscal Horrach: lo diga él o San Pito Pato. Lo hemos visto y lo sabemos,
pero no podemos señalarlo con el dedo sin tener los datos. Y no podemos porque
toda esta práctica se suele rodear de una aureola de honorabilidad y secretismo
que la hace prácticamente insondable, inexpugnable, como lo ha sido hasta ahora
el 3% y toda la trama Pujol, y lo
seguirá siendo a no ser que alguien con las manos verdaderamente limpias y
suficientemente blindado dé un paso al frente. O lo dé aun sin estar blindado,
como ha sido el caso de las personas gracias a la cuales se ha destapado toda
la trama Gürtel. Personas que han sido defenestradas, como Ana garrido Ramos
(funcionaria del ayuntamiento de Boadilla del Monte) o incluso enjuiciadas,
como José Luis Peñas Domingo (exconcejal del PP de Majadahonda). Personas con
las que la sociedad, de forma general, está en deuda, y a las que se les
debería haber dado reconocimiento y amparo (y todavía hoy) como se le debe dar
a toda persona dispuesta a escarbar en la mierda para echarla a un lado y sacar
a la luz al delincuente que se esconde en ella.
Esto que ocurre no es una cuestión casual o
producto de la mala suerte sino que obedece a una forma de proceder sistémica,
a la forma de entenderse el Poder a sí mismo, a la forma de defenderse cuando
ese Poder o las personas que lo representan se sienten atacadas, a la forma de
represaliar cuando se supera algún cortafuego. También obedece al simple uso de
las posibilidades jurídicas o lo regulado como marco de actuación, por cuanto incluso
el reconocimiento del derecho no lo es tanto en virtud de la asimetría establecida
entre las partes o la que se establece entre la evaluación del daño y su
indemnización o restitución, como sucede por ejemplo en las sanciones a las
eléctricas –monopolios
en general– por
prácticas desleales. O como sucede respecto a la denuncia de los usos y abusos
en el ámbito laboral, tales como la ampliación no retribuida e injustificada de
las jornadas laborales, y las consecuencias que las mismas tienen para el
trabajador, en forma de pérdida de empleo, frente a posible sanción de la otra
parte, que omite el fondo (social) de la cuestión.
¿Por qué no adaptamos la legislación a esas
formas de vulnerabilidad, y se protege, tal como se hace con otras? Una ley de
protección de testigos-afectados que vaya más allá de la protección de sus
vidas y garantice todo eso que no estando garantizado hacen de la vida un
infierno y de la persona, una víctima propiciatoria, un pertinente chivo
expiatorio a la luz de las partes, si es que no lo es a la luz pública. Una ley
que equilibre la fuerza que tiene uno con la que tiene y sabe que tiene el
otro, con la que puede utilizar y sabe que puede utilizar ese otro.
Vemos que
no es sólo que sabemos que esto ocurre, y ocurra, es que esto está diseñado
para que ocurra, por eso ocurre, porque difícilmente se puede luchar contra
algo (la asimetría, por ejemplo) que deriva de un diseño, que sólo se rompe (y
rompe esa asimetría) ante casos flagrante y en según qué órdenes (no en el de
los Bancos, por ejemplo). Está diseñado además para que no haya trasparencia y
se haga casi imposible el rastreo del delito y su comprobación. Esto es lo que sucede
por ejemplo respecto a la procedencia de las fortunas, y de forma particular la
de los políticos. Después de muchos años se ha conseguido que los altos cargos
políticos declaren su patrimonio (expuestos a valor catastral y no el de
mercado), pero no por ello que tengan que demostrar de dónde les viene, tal
como sucede en otros países. De tal modo que en esta última hornada hay quien ha multiplicado por cuatro su patrimonio, y tan campantes todos. Todos son
muy listos, son tan listos que son capaces de multiplicar su hacienda por
cuatro mientras desempeñan un cargo público de la máxima responsabilidad y
exigencia, tan listos que les sobra el tiempo para esto y para escribir libros. Tan listos que después de haber cobrado durante
unos años un sueldo discreto luego son capaces de hacerse, y pagarse con sus
ahorros, casas de dos millones de euros, poniéndose de manifiesto al tiempo que
el beneficio monetario del cargo no viene representado sólo por su asignación
económica directa. Tan listos que tendrían que vivir del aire para afrontar con
su sueldo las cargas económicas que les representa y que se suman a la del
propio ejercicio público.
A pesar de
ser tan listos no nos engañan, porque ellos puede que sean muy listos, pero
nosotros no somos tontos. Y suponiendo que somos tontos y que ellos dicen la
verdad, como dicen que la dicen, da igual, porque somos tan tontos que no les
creemos, como no creímos a Pujol cuando escondía la mirada junto a su desvergüenza,
queriendo presentarse así como mesurado, ni creímos a Zaplana
ni sus aires de circunspecto mayordomo, ni creemos al superviviente Mas y
sus supuestos de defensa tan absurdos y esquivos como los de su valedor. Cómo
no creemos a tantos que, sumando actividades lucrativas de diversa índole, ya
sean inversiones, fundaciones o derechos de edición, convierten la política en
una rampa de lanzamiento o trampolín de relevancia social y de popularidad, en
una oportunidad de aparente legitimidad.
No nos
engañan, y a pesar de eso no lo podemos decir, sólo rezar para que la suerte
nos brinde una oportunidad de descubrir alguna cuestión colateral (ya sean los papeles
de Panamá o el recibo de una compra) que justifique la sana vocación de saber o
de descubrir el engaño, aunque finalmente, a pesar de esa suerte se haga casi
imposible el enjuiciamiento, porque finalmente el que tiene que acusar no
acuse, el que tiene que instruir no instruya (lo guarde en un cajón) o lo haga
a cámara lenta. Ésa es la segunda parte de todo esto. Todos en la Magistratura se
entregan a la tarea con reservas porque saben del diseño, porque saben que
tienen poco que ganar y mucho que perder, y porque saben que si finalmente es
encausado lo será con todas las salvaguardas procesales posibles y habidas para
una causa, elevadas a la n-sima potencia, convertidas en el late motiv de la causa
misma, que incluso se vuelven en su contra: alguien mueve los resortes y les
pone una cruz, y son olvidados, trasladados…, eliminados profesional, moral o
mediáticamente. Sirvan de ejemplo el caso de los jueces Baltasar Garzón, Elpidio
silva, y otros, que son ejemplos de jueces inhabilitados y sentenciados por
prevaricación como consecuencia, la más de las veces, de las escasas
posibilidades de instruir de forma cabal y sin extralimitarse unos determinados
delitos que están deficientemente tipificados, y de hacerlo sobre sujetos
blindados. La dinámica social para estos estamentos es análoga realmente a la de
esos juegos de rol en los que hay casillas en las que uno está protegido, que
llamamos “casa”, pero que sólo algunos la alcanzan; o esos otros juegos en los
que tienen “otra vida”, una vida extra, un perdón o indulto, como el de la
amnistía fiscal o ése que se da en el Consejo de Ministros.
Un
raterillo que roba no tiene “casa”, con él no hay necesidad de extralimitarse
en la instrucción porque todo está tipificado. Como no hay necesidad no se
hace. Ni hay necesidad de revocar a los jueces, ni de establecer procesos
judiciales contra ellos.
La noticia
no debería ser que un juez es encausado, la noticia es que no siéndolo casi en
absoluto (paradójicamente) de pronto lo sea por cinco causas diferentes, y que
lo sea como consecuencia de estar en medio de un proceso de naturaleza política.
La noticia debería ser el empleo de esa contra-ofensiva para preservar las
fisuras judiciales y neutralizar las actuaciones que tratan de desenmascararlas
o hacerlas insuficientes, tratando de perpetuar, en definitiva, un sistema
judicial imperfecto establecido a modo de acuerdo tácito ventajoso, y vía de
escape, para unas partes privilegiadas de la sociedad. De hecho gran parte de
lo que pasa respecto a los grandes temas, incluido lo de Cataluña se debe a esto.
Gran parte de lo que pasa es que en
esos temas, en los que incluso una legislación escrupulosa puede ser
insuficiente (se precisarían principios de verdad), se deambula con un marco jurídico ambiguo establecido ex profeso.
Ni los
medios que atizan y azuzan hasta el hartazgo con determinadas cuestiones, hablan
de esas otras, estableciéndose unas líneas rojas que no permiten que la
sociedad fluya a espacios sociales higiénicos. No hablan por lo que (les) representa económicamente, como es la
exigua contribución de la Banca al erario público (los bancos están metidos en los medios), o porque políticamente no quieren hablar, esto es, destacar algo
contrario a sus posicionamientos políticos, o porque se abriría la caja de Pandora, como se abriría si por
ejemplo a cargo del 3% se preguntasen insistentemente qué está pasando con el
caso, quién lo tiene dormido.
Caja de
Pandora que nos llevaría al planteamiento inicial respecto de la justicia, a su
cuestionamiento, a analizar cómo convive esa justicia que por querer ser
justicia (justa) acomete farragosos e ímprobos procedimientos, y es examinada
con lupa y acusada, con esa otra que no es acusada de nada o que incluso
participa por activa o por pasiva de decisiones que van más allá de sus
competencias y compromisos sociales y jurídicos, o que simplemente no es justa para
el común de los mortales por un sinfín de deficiencias que se perpetúan para
ese fin.
(2) Todo esto que ocurre ya lo sabemos
en realidad sobradamente, como sabemos tantas cosas, como sabemos todo lo que
ocurre desde antaño en el seno de la Iglesia en lo referido a los abusos, como
sabemos lo que ocurre en el ámbito docente o en lo laboral a otros efectos,
esto es, a otras formas de abuso, de impunidad o acomodación perniciosa, de
camuflaje, y de silencio (nuestro silencio), y consecuentemente a otras formas
de ser, de ser políticos, esto es, ladinos, listos, muy listos, demasiado
listos.
Este debate
va en realidad y esencialmente a lo que somos y lo que hacemos en la vida, principalmente
cuando ocupamos una posición de poder que tiene repercusiones sobre los demás:
políticos, y jueces sobre todo, como última salvaguarda de la dignidad
colectiva. Aunque no sólo ellos: pensemos que hay dos formas de estar en el
mundo, uno haciendo eso que eleva o intenta elevar nuestra categoría como seres
humanos y esa otra que la baja. Luego podemos decir “yo no he hecho nada malo”,
y es que lo que se hace de bueno y de malo en la vida son estas pequeñas cosas,
las cosas que ponen freno a la infamia o aquéllas que las contemplan sin pestañear
o le dan cobertura. Es así de sencillo.
Como
estamos hablando del poder judicial nos centraremos en él, y sobre él relatar
algo a propósito de lo anterior que para mí es recurrente. Se trata de la
película “¿Vencedores o vencidos?”. Era sobre los juicios de Nuremberg, al
término de la segunda guerra mundial. Spencer Tracy, le decía a Burt Lancaster
algo así como: Auschwitz empezó cuando se declaró culpable al primer judío,
sabiéndole inocente. Anteriormente Burt había querido minimizar y limitar la
responsabilidad, su responsabilidad, en el sentido contrario: yo sólo condené a
un hombre; pero Spenser le había dicho las palabras justas, en todos los
sentidos: los actos tienen una responsabilidad intrínseca aunque no acaben en
Auschwitz. La responsabilidad es saltarse la ley, lo triste y lamentable es
hacerlo por encargo, o por miedo, por falta de discernimiento o víctima de la
embriaguez colectiva.
Todos los
actos son actos morales. El ejemplo viene particularmente bien (aunque no es
privativo de la jurisprudencia) porque es un ejemplo de jueces y de juicios de
las cosas y estamos hablando precisamente de eso: del juicio de las cosas y de
cómo se puede alterar, precisamente, alterando la legalidad o incluso la
legitimidad.
Con la cuestión
de las hipotecas y con otras cuestiones no se quebrantan principios
fundamentales, pero el hecho es el mismo. La justicia es el último recurso y los
jueces los únicos que pueden o deben actuar sin condicionantes, que tienen las
manos limpias (o deben tenerlas) para hacerlo, y con la autoridad y la
independencia social, económica y moral.
Los jueces
son los encargados de impartir justicia, los encargados (y obligados por ello)
de elevar la altura social a través de la neutralización de los conflictos o la
lucha de intereses, que es tanto como impedir que el interés vaya más allá de
lo que le es preceptivo, en tanto somos capaces de asumir como individuos ese
desapego de forma natural.
Los jueces hacen
esto bien a través de las leyes, bien a través del reconocimiento de la
legitimidad, esto es, de una realidad superior o implícita que no está regulada
pero que debería estarlo, y que muy probablemente pudiera estarlo a partir de
su sentencia (decimos la misma es jurisprudencia). Incluso hacen esto mediante
el reconocimiento de una legitimidad que va en contra de la ley, y que por esto
mismo obliga a cuestionarla, a aplicarla con cautela o reformarla. ¿Qué hace el
juez en ese caso sino reconocer un principio
de verdad? En efecto, es esto en esencia: no estando la verdad jurídica recogida en la ley, el juez atiende al
espíritu de la ley o incluso supera ese espíritu, por depuración, de acuerdo a
la altura de los tiempos.
Esta es la
forma habitual de actuación que, expresado de forma esquemática, podríamos
enumerar como:
1º La superación de la ley mediante una legitimidad que
no crea conflicto con el sentir general, y que de algún modo la sociedad asume
porque ya lo hacía tácitamente (se preserva la legitimidad).
2º La superación de la ley mediante una legitimidad ad
hoc que busca preservar algo que podría ser principio de verdad, o encuadrarse
como tal, pero que no lo es o no está reconocido como tal (se crea la
legitimidad).
3º Aplicación de la ley sin más, bien porque sea
suficiente o porque no siéndolo se aplique de forma reglamentista, atendiendo a
la letra, viéndonos obligados a cambiar esa letra mediante las transformaciones
legislativas (se preserva la legalidad).
Aunque no
siempre es así, y por esto se pueden dar el siguiente supuesto:
4º Contravenir la ley o violentarla, o incluso violentar
su espíritu, lo que precisa recurrir a una interpretación jurídica elástica, es
decir, camuflar este propósito mediante la propia ley, si es que no se hace a
las bravas mediante una falsa legitimidad.
Esto último
que podría parecer algo exótico dentro del poder judicial no lo es tanto. ¿Qué
es un juez que toma esa cuarta opción? Pues un individuo integrado en el
sistema, que tiene su parecer sobre las cosas, y practica su acomodación personal
o política a ellas (en el sentido que ya hemos referido y que es común a la
mayoría de los mortales), que un día se hace juez, pero sigue siendo político
en los mismos términos que hemos hablado, la de la acomodación del parecer
propio que, además, resulta prácticamente invulnerable por toda una serie de
mecanismos que le desligan del error o la omisión.
Cuando
ocurre esto y decimos aquello de “respeto
la decisión el poder judicial” estamos acatando o incluso respetando lo que
puede ser una decisión desacertada o estamos haciendo lo propio sobre una que,
acertada o no, no tiene rigor o más peso jurídico que la contraria, al margen
de que luego pueda ser recurrible o precisamente por esto: los hechos dan para
decir una cosa u otra, sólo hay que guiarlos. Esta falta de rigor es la que
hace parecer que la justicia es un cachondeo o que toma
a cachondeo a las personas que ponen toda su fe en ella. Llevándolo a términos
futbolísticos que entiende mucha gente, sobre una falta que comienza antes de
la línea del área y que concluye dentro de ella, hay quien puede sentenciar lo
primero que se le ocurra sabiendo que cualquier decisión se acatará y que no
será más objeto de crítica que la
decisión contraria; y hay quien con la misma salvaguarda tenderá a tomar un juicio u otro en función de
que sea en el campo del Barcelona o del Madrid, y ocurra en su área o la del
visitante, y también en función de quien sea ese equipo visitante.
Dicho en
los términos que estamos hablando, cuando no importa el caso se puede echar una
moneda al aire para decidir, y, cuando sí, se puede orientar el criterio-sentencia
en la dirección que se quiera y arrogarse la verdad, porque la situación lo
permite (siempre hay algo que lo justifica) sin que haya o pueda haber un
clamor contra el juez que está preservado por su figura de “juez”, y de un
supuesto principio de indecibilidad, esto es, de imposibilidad de expresar con
más rotundidad, y con los elementos de que
se dispone, lo contrario de lo expresado en el dicha sentencia, que puede
llegar a ser o tomar así la forma de “mentira o error irrebatible”, que se envuelve,
además, de una importancia que no tiene mediante el mecanismo de la demora, esto
es, del largo y supuestamente trascendente sopesar.
La demora
es reflexión, la toga es una sotana y la decisión, una pretendida comunicación
con Dios, que le da al asunto, a golpe de parafernalia sacramental, un respeto
eclesiástico que no se corresponden con la frivolidad e incluso inmoralidad de
las actuaciones, que muy bien pueden derivar de un prejuicio (que se lo digan a María José), que luego,
pasado el tiempo, puede tomar forma jurídica (consagrarse) en el acto de
sentenciar, mediante la incorporación preceptiva de los hechos que la amparen o
la hagan plausible. Cuando digo prejuicio lo digo tanto por incorporación de
juicios de valor o tendenciosos (los medios en el caso citado se han centrado
en la actitud machista), como por la consideración anterior (pre-juicio) a la
consideración-disposición de todos los elementos de juicio, que es aún más relevante
o más destacable en un juez por cuanto es contrario a lo que se le encomienda, al
acto único de dictar sentencia (una única), y
a toda la liturgia que lo acompaña, destinada precisamente a elevarse
por encima de lo humano, esto es, de las otras formas de prejuicio citadas.
Se reviste
de tanta importancia, es tanto el peso o influjo de esa parafernalia, que ya antes
de obtener una sentencia hay quien dice que “no se puede decir nada del caso” invalidando la posibilidad de emitir un juicio
sopesado fuera del ámbito judicial, como si los juicios de las cosas no se
pudieran realizar al margen de la regulación jurídica de los elementos, esto
es, como si sólo fuera practicable mediante su conocimiento exhaustivo y sólo
siendo juez. Cuando la realidad es se puede llegar a una verdad más acertada
desde el sentido común no condicionado, ése que se da cuenta de que “lo que es, es, y es
imposible que no sea” por mucho que se maquille, ése que distingue la
importancia jerárquica de los elementos y advierte rápidamente los que son
fraudulentos o contaminantes (cuestión que abordaré sobre un caso práctico y
real en el próximo trabajo), y los suprime: la verdad no tiene nada más que un
camino.
(3) Luego, una vez que se emite la
sentencia, y siendo ésta contraria a alguna suerte de evidencia, en ese acatarla
y respetarla se dice todo lo más que “el
juez no ha sido objetivo o independiente”, como si ésa fuera la única
posibilidad o remedio a nuestra desazón, y como si fuera nuestra única
capacidad de análisis o de actuación. Y no es cierto que sea el único remedio,
aunque lo parezca en virtud del escaso número de jueces enjuiciados, y del pobre
cuestionamiento social, por el que –como ya dije respecto a los políticos
(Crítica de la razón social) y se puede generalizar ahora–, mientras que una
limpiadora da explicaciones cuando se olvida limpiar un wáter, las clases
dirigentes (las que deciden cosas importantes) eluden cualquier responsabilidad
de sus actos, que se presentan así como un ejercicio de inspiración no
fiscalizable, como un producto intelectual sin más, cuando lo cierto es que no
lo es, que no es nuestra única capacidad de actuación, y que sí que hay formas
de ver hasta qué punto la arbitrariedad o la falta de cuidado ha jugado un
papel importante en una sentencia, esto es, hasta qué punto existe una
deficitaria correlación entre la sentencia y la ley… Formas de superar la
plausibilidad de la sentencia como condición suficiente, la indefensión que se
establece, precisamente, frente al aparato de justicia, y la tolerancia a sus
excesos, a su mediocridad, a su falta de rigor jurídico o exigencia para con
los ciudadanos. En efecto:
En primer orden mediante la trasposición
de aquello que se sentencia, o que incluso se demanda, al lenguaje del vulgo,
con el fin de evidenciar que la interpretación es algo más que un corta-pega y
que se ha llegado a la comprensión de lo expuesto por las partes en sus
alegatos o en el juicio oral, particularmente importante y reseñable cuando lo
expuesto por las partes se acompaña de razonamientos o argumentos clave que son
obviados o excluidos sin saber a qué obedece, si es fruto del ninguneo
instrumental, de la incapacidad comprensiva o de la pereza, pero que, sea por
la razón que sea, ponen en evidencia la nula capacidad/voluntad de diferenciar
lo capital de lo accesorio y, en consecuencia, de alcanzar verdad.
En segundo orden, mediante la sentencia de
las instancias superiores (con varios jueces) que además de resolver, deja en
evidencia –en función de la unanimidad– el desacierto de los magistrados de las
instancias inferiores (coeficiente de acierto), adscritos normalmente a
juzgados de primera instancia en los que el denunciado es un parroquiano y tiene,
en consecuencia, una posible notoriedad en ese círculo social.
En tercer orden, mediante una crítica de
las motivaciones, y, de forma muy particular, de ese supuesto principio de
indecibilidad que se sustenta en la ausencia de los elementos pertinentes de
decisión, y que se supera o corrige bien
mediante algún elemento adicional de decisión (tal como ocurre con la
indecibilidad de un marco axiomático matemático –que también existe– y la
incorporación de un nuevo axioma-principio al mismo) bien mediante la supresión de elementos en conflicto, que quedarían
sobradamente identificados a través de un simple flujograma lógico, y que son
consecuencia del exceso de palabrería (redundante y ambigua) y de la deficitaria
ordenación, que sitúa indebidamente dos criterios contrarios al mismo nivel
jerárquico o incluso los invierte jerárquicamente.
Esta forma
de fiscalizar el trabajo es lo que teóricamente debería producirse, no sólo en
el ámbito que nos ocupa sino en todos los demás. Ocurre en cambio una cosa muy
distinta, y así nos luce el pelo, puesto que no haciendo las cosas de este modo
todo está empañado de mediocridad, de ineficacia, de arribismo, de vulgaridad y
de otras cuestiones que no contribuyen, desde luego, a construir una sociedad
higiénica. Tampoco contribuye a superar la ineficacia y la mediocridad del
sistema judicial, en este caso, un sinfín de particularidades al respecto que
lo único que hacen es que la maquinaria judicial sea pesada e inservible, y que
tenga un comportamiento asimétrico respecto al ciudadano. A este respecto, ya
dije en el capítulo anterior que incluso cuando alguien ocupa tu casa se
produce un estado de inadmisible indefensión en el que ni la policía puede
actuar sin una orden judicial. Ahora digo que esa orden puede tardar tres años.
Y dije también que esto que le ocurre al ciudadano no le ocurre al Estado, que
se proporciona unos mecanismos más eficaces y directos. Ahora digo que esa
asimetría se produce respecto a las actuaciones de todo el aparato judicial, de
modo que si por ventura después de esos tres años de arrastrar todos las
penalidades de un proceso judicial resultas victorioso es muy probable que la
compensación económica que deriva no se obtenga, bien porque la responsabilidad
civil esté diluida en algún tipo de corporación o empresa de responsabilidad
limitada, bien porque se declare una aparente insolvencia que sólo el Estado
está en condiciones de investigar, y que sólo investiga para su propio
beneficio, no el del ciudadano. No hablemos de los tediosos e ineficaces
procedimientos administrativos que contemplan mecanismos-trampa, esto es,
fórmulas intermedias de tramitación de las demandas administrativas que son
lanzadas al limbo, es decir, a un buzón que nadie mira y que, en consecuencia
nadie trata, porque además no están obligados a tratar (como ocurre con el
recurso de reposición), dejando todo el mecanismo de arbitrio, todo el peso, a
la siguiente instancia, a los tribunales. Y como esto toda una serie de procedimientos
judiciales pensados más para aburrir que para satisfacer.
(4) En último término se debería
preservar esta forma de actuar fidedigna o ser escrupuloso con ella en los
ámbitos más sensibles de la sociedad, esto es, los que más incidencia tienen
sobre la misma y más representan a su ser social... Sin embargo no. Ocurre, de
forma adicional a la casuística tratada, y contrariamente a lo que en teoría
debería producirse, que cuánto más nos elevamos en el escalafón judicial menos
obedece la decisión a la suerte o la ineficacia y más a la motivación (interés),
y menos a la motivación general y más a la política, dado que además son cargos
promovidos políticamente. De hecho, es básicamente aquí donde podemos
considerar todas estas cosas interpuestas porque es aquí donde media el
interés, frente al 95% de los casos en los que ese interés no tiene donde
aplicarse (tal vez el desinterés) y sólo cabe aplicar la ley de forma
reglamentista, de acuerdo con el supuesto 3º expuesto arriba, dado que para ese
95% la ley suele estar bien tipificada y la línea, bien definida: o estás
dentro del área o fuera.
En
consecuencia, es para el 5% de los casos cuando decimos lo que decimos, de modo
que cuando decimos –centrándonos en nuestro caso particular como uno más de
éstos– que de 28 magistrados la mitad dice una cosa, y la mitad otra no es que
la ley sea confusa y exista la dicotomía sino que verdaderamente el
posicionamiento político, que no jurídico, está dividido (o está dividido entre
político y jurídico), y aprovecha más que en ningún otro caso cualquier punto
de indeterminación de la ley para expresarse, para pintar la línea del área
todo lo ancha que se pueda y, luego, decidir.
Los
políticos se conforman porque unas veces le toca a unos perder y otras, a
otros, y porque el que gana normalmente está en el poder y salva así un
embolado, y se salva a él mismo de las consecuencias del mismo. Esto es tanto
como decir que siempre se imponen las posiciones del poder, lo que nos lleva –dado
que ese poder es unas veces de un color y otras es de otro– a preguntarnos si
no habrá un poder detrás que, por lo mismo, siempre sale victorioso, que
siempre impone su posición, para el que el color político gubernamental es sólo
un accidente o cuestión circunstancial, una herramienta.
Cuando alguien
gana de este modo, está claro que algún otro pierde y que lo hace de forma
fraudulenta, quedando, consiguientemente, en posición de recurrir alguna suerte
de artimaña, es decir, de llevar la sentencia a otros términos objetivos y de
esclarecimiento mediante el concurso de una instancia superior. En el caso del
Supremo esa instancia superior es Europa (siempre nos queda Europa) pero ni
debería ser Europa (deberíamos tener nuestros propia instancia suprajurídica)
ni se debería sólo enjuiciar la sentencia sino también cómo de lejos está esa
sentencia de la lógica jurídica, mediante los criterios arriba indicados (ya
sea por Europa o por esa instancia) y, por tanto, cómo de apartado el criterio
de los jueces que la dictaron, o sus actuaciones. De hecho, tal como se ha llevado
a efecto de forma tan interesada y extrema (extrema por interesada) con los
jueces apartados de la carrera, sólo que como herramienta jurídica regulada, y
no política como aquí. Es decir, que ante una sentencia claramente alejada de
la ley, y sin otros fundamentos, no sólo cabe criticar su falta de
imparcialidad o independencia como si fueran un reflejo de la personalidad o consecuencia
de las posibilidades materiales del acierto, sino que cabe elevarla
jurídicamente, puesto que sobre un juez todas estas cosas son o pueden ser
constitutivas de delito, esto es, puede haber prevaricación o cohecho en
función de cuánto se aparte de la lógica jurídica, de cuánto se ha retorcido el
lenguaje para llegar a lo que se quería alcanzar, y en función de las
motivaciones personales puestas de manifiesto y las contraprestaciones de
cualquier índole.
Puesto que
los delitos están ya regulados, lo que hay que regular es la forma de evidenciarlos
sin que sea menester una acción política interesada. En este caso, la cuestión
a dirimir no es sólo si el Pleno de la Sala del Tribunal Supremo ha sido más o
menos independiente en virtud de una determinada posición sino si se ha llevado
forzadamente la lógica a esa posición, si se ha prevaricado o no, en virtud de
la existencia o no de cuestiones de índole subjetiva en el análisis. En cuyo
caso, lo que se derivaría no es una posible dimisión a cargo de una presión
popular o política, más o menos acusada (que en nuestro caso ni siquiera ha
existido), sino una acción judicial.
Vamos a
verlo punto por punto, para la sentencia
hipotecaria que nos ocupa:
1º Se pone de manifiesto que la ley se presta a
interpretación. En este caso 15 en una posición y 13 en otra,
que han ido cambiando a lo largo de las sesiones. ¿Algo tan voluble y moldeable
se puede decir que obedece a un principio de justicia? Lo dudo. Esto sin tomar
en consideración que ya había habido una sentencia del Tribunal Supremo (Sección
Segunda de la Sala Tercera), que, por cierto, enmendaba otra sentencia anterior (de febrero), y
que en realidad se trata de una revisión in extremis del Pleno de Sala de dicho
Tribunal Supremo (como casi todo el mundo denuncia).
2º Esto que se debate referido a una ley, la Ley del Impuesto sobre Transmisiones
Patrimoniales y Actos Jurídicos Documentados, que recoge claramente en
su artículo 29 el objeto a debate, es decir que deja fuera del
debate la cuestión, fuera de la interpretación.
Artículo 29.
Será sujeto pasivo el adquirente
del bien o derecho y, en su defecto, las personas que insten o soliciten los
documentos notariales, o aquellos en cuyo interés se expidan.
Cuando se trate de escrituras de préstamo con garantía hipotecaria, se
considerará sujeto pasivo al prestamista.
El artículo
29 no es un principio de verdad, pero
se parece: “Cuando se trate de
escrituras de préstamo con garantía hipotecaria, se considerará sujeto pasivo
al prestamista”. En consecuencia, parece poco probable que se pueda decir
lo contrario de lo que dice, y necesario, por tanto, que en caso de decirlo se
diga con tanta fuerza de reacción como la de acción que trata de contrarrestar…
¿Qué podremos decir de cualquier otra ley o supuesto no recogido claramente y,
en consecuencia, de cualquier decisión judicial? Parece claro que en un caso la
decisión se puede torcer a voluntad (a la voluntad) y en el otro se puede
retorcer mediante ella.
3º No es lícito decir lo contrario y pertrecharlo de
ornamento legal para hacerlo parecer más convincente. En este caso el ornamento
legal viene de la mano del reglamento de dicha Ley en su artículo 68.2 (que es
eliminado por la propia sentencia) que lleva a la contradicción cuando dice:
Cuando se trate de escrituras de constitución de préstamo con garantía se
considerará adquirente al prestatario.
Y es un
ornamento en cuanto que, siendo reglamento, tiene un menor nivel jerárquico que
la Ley, esto es, no deja de ser una interpretación. Por consiguiente, si el
mismo lleva a esa contradicción hay que eliminarlo (punto que se hace en la
propia sentencia) y restringirse a la propia fuente, como hace la sentencia
original, y explica en ella.
El artículo 68.2 del reglamento,
por tanto, no tiene el carácter interpretativo o aclaratorio que le otorga la
jurisprudencia que ahora modificamos, sino que constituye un evidente exceso
reglamentario…
El artículo
68.2 no sólo carece de la entidad por su naturaleza sino por su carácter local
o marco de aplicación, esto es, por las nulas pretensiones de ser conclusivo y
general, puesto que los otros supuestos en los que se podría aplicar o tomar
ese sentido restrictivo, es manifestado explícitamente (como en lo dispuesto en
el artículo 15, por ejemplo), según dicta la propia sentencia:
… de ser ese el criterio del
legislador, debería haberlo declarado expresamente al contemplar en su
articulado el préstamo con garantía hipotecaria. De hecho, lo hace con este
mismo negocio jurídico complejo en la modalidad transmisiones patrimoniales
(artículo 15) […]Nada le era más fácil al legislador que incorporar una
previsión equivalente en sede de actos jurídicos documentados…
En tanto
que la sentencia posterior del Pleno de la Sala hace lo contrario, esto es, da
prevalencia y carácter general al reglamento de la ley, frente a la propia ley,
y, podríamos decir, fuera de plazo (lo protocolado). Y lo hace, además, por no
poder excluir la retroactividad (en el pago) de la decisión, que deja más en
evidencia que se trata de una decisión condicionada, esto es, no sujeta al Derecho
sino a otros factores circunstanciales adscritos a las consecuencias de su
aplicación, que, como en todas las sentencias, sólo se presentan como razones
de primer orden para quienes tienen afrontarlas:
Eso no es
Derecho, es posicionamiento negociado (tanto, que de hecho se negoció): se acepta lo que de verdad dice la ley si
la ley no tiene penalidad económica (antes de valorar esa penalidad) si no, no se acepta lo que de verdad
dice la ley. Es de risa. También es de risa, en consecuencia, el posicionamiento hecho por la propia Sala
respecto al ámbito competencial por cuanto que, lo mismo que la jurisprudencia
de las secciones no es excluyente (la Sala puede actuar, y así lo reclama),
tampoco es excluyente la jurisprudencia de la Sala, o, por decirlo mejor, no es
privativo de ella (las secciones pueden actuar), y por cuanto que una vez que
asume la competencia (innecesaria según algunas aportaciones) no lo hace sobre
el fondo del asunto, esto es, sobre el razonamiento jurídico sino sobre la ausencia
de una multiplicidad de sentencias diferenciadas que sustente la nueva
jurisprudencia, y sobre la oportunidad, alegando que la jurisprudencia actual
es inveterada y sin fisuras.
Respecto a
lo primero, si uno lee algunas sentencias, parece que la norma es justamente lo
contrario, esto es, que son esas sentencias del Tribunal Supremo, expresadas de
forma única, las que son jurisprudencia, sirviendo para jalonar los
razonamientos jurídicos y los límites de la verdad expositiva o de la doctrina.
Tampoco parece muy ajustado a Derecho ni a la realidad alegar que la
jurisprudencia actual es inveterada y sin fisuras. Que tiene fisuras lo demuestra el propio caso que tratamos, y
una vez que las tiene, que la fisura sea inveterada o no, es lo de menos: que
sea inveterada justifica o es argumento contra la retroactividad ilimitada, no
para el fondo de la cuestión. Esto que se alega se asemeja mucho a la contestación
de un sargento semana, uno que dijera: “las guardias las llevamos poniendo así
(de mal) toda la vida, no me compliques”. Eso es pintar la línea ancha, esto
es, lo es utilizar argumentos peregrinos, que además son esgrimidos incluso con
cierta displicencia y ejercicio de autoridad (leyéndoles la cartilla a los
otros jueces).
La cuestión
no está en lo que se dictamina dado que, en un sentido profundo, alguien (un
juez en su ejercicio) puede entender lo injusto de la retroactividad y puede
querer darle solución. La cuestión está en querer llegar a esa solución de
cualquier forma (la que se ha tomado) en vez de la natural, en la que aparentemente
no se ha reparado. La cuestión es que no se sabe hacer bien, y que se está
dispuesto a hacerlo mal cuando no se sabe hacer bien. La Sala no debería haber
recriminado que la Sección Segunda actuara sin haber modificado previamente el
corpus normativo (eso que modifica en su propia sentencia) sino –haciendo lo
propio– haber modificado ese corpus en lo que respecta a la retroactividad
antes de emitir la suya. Eso es lo natural. Lo natural es ajustar o crear la
jurisprudencia al respecto y luego abordar la cuestión en ese marco, que es
justamente lo que hizo la Sección Segunda, gracias a lo cual llego a la verdad
jurídica tan molesta. Lo natural para nuestro caso (pensemos en el supuesto
contrario) es limitar la retroactividad de una disposición-interpretación de la
que a priori la parte beneficiada no es responsable. Lo dice un lego.
(5) Hemos visto que parte del problema
es consecuencia de no tener decidido de forma general (no sólo para el caso)
hasta dónde debe llegar la retroactividad de los pagos en estos casos, que
viene a demostrar que llevar todo al
principio de los tiempos no ayuda a nadie, además de ser ilógico. A partir
de ahí, en el marco de los “Principios
de verdad”, uno podría pensar que lo que ha hecho de forma soterrada el Pleno
es superar o escamotear la ley (los excesos de la retroactividad) mediante
pretendidos principios de verdad, o,
por decirlo mejor, uno a uno los miembros que han afrontado esta tesitura de
este modo. Entendiendo como principio, un agravio o consecuencia de mayor
jerarquía, derivado de la ejecución de la sentencia. Nivel de jerarquía que en
modo alguno tiene la mencionada retroactividad, que, como hemos indicado, salvo
para los afectados, es de orden inferior al derecho que se trata de reponer, y
que en cambio sí podría tener (o ser considera así) la caída del sistema
financiero –como consecuencia– que habría que presentar y justificar
convenientemente.
No siendo
el caso y no encontrando nada tangible más allá de la retroactividad, que no
está regulada jurídicamente, convenimos en que no hay nada a primera vista que
pueda tomar en consideración un poder judicial cuya esencia es la regulación y
para quien lo que no está regulado no existe. Y no existe a no ser que se invente,
se fundamente y se lleve, como dije, desde el ámbito de la legitimidad al de la
legalidad o se reintroduzca en la ley de alguna manera lícita, lógica o, de acuerdo
con nuestra definición, natural.
Lo opuesto
es introducir algo ilícito o contrario a ella, esto es, prevaricar en el caso
del principio de verdad inexistente (un supuesto bien general), y algo más que
eso en el caso del pseudoprincipio, o aceptar algo que aprovecha de forma
ventajista sus posibilidades, articulado y camuflado mediante el citado
principio de indecibilidad, esto es, el de la indefectible ambigüedad o
relatividad que acompaña a todas las cosas, que puede derivar finalmente en las
otras figuras jurídicas en función también de la intencionalidad… Si el
Tribunal Supremo da la razón a los Bancos, como lo hizo en tiempo y forma en la sentencia de febrero –ya citada–, todos
nos tendremos que aguantar, o renegar en la intimidad como tantas veces, pero
si lo hace de la forma que lo ha hecho ahora la Sala, no nos podemos aguantar:
en los dos casos ha dicho “No” a la demanda ciudadana, pero lo que importa no
es el “No” sino la necesidad de alcanzar un nuevo “No” de forma atropellada,
después del “Sí” del Recurso de Casación de octubre.
Es por esa
diferente conceptualización de un caso y otro por lo que resulta alarmante que
ni los partidos ni la prensa hayan hecho más mención, esto es, una mención
seria y continuada encaminada a averiguar cómo se han articulado los mecanismos
que han hecho posible tamaña burla.
No estoy
diciendo por esto que tal prevaricación exista (no me corresponde a mí), lo que
digo es que no se debería poder superar una ley, tampoco desdecir lo que se ha
determinado mediante sentencia (que a lo efectos es lo mismo) a través de otra
sentencia que no desdiga a la primera con rotundidad (de forma natural) sobre
todo cuando la primera parte del Supremo y existen unos claros beneficiados,
más si estos son los estamentos adscritos al poder. No se debería poder hacer
sin haber una mayoría cualificada de dos tercios como la exigida respecto de
las leyes fundamentales (un estatuto autonómico, por ejemplo), como la que
debería haber también –dicho sea de paso– para una independencia o para sobreseer
el quebranto de principios fundamentales: es lamentable que determinadas cosas
se ganen o se pierdan por un diferencial de un punto porcentual.
No estoy
diciendo que tal prevaricación exista, lo que digo es que lo mismo que se puede
hacer juicio sobre una sentencia de acuerdo con nuestro propio orden jerárquico
de la cosas, se puede hacer sobre los elementos indiciarios, tal como hace la
propia fiscalía cuando lo hace, que muchas veces no hace y que debería hacer para
revalidar, precisamente, esas victorias pírricas y amparar-depurar la lectura
ciudadana de los acontecimientos, y las objeciones de los diferentes actores
(incluyendo a los otros jueces, que, por cierto, más que nadie deberían elevar
jurídicamente objeciones o desacuerdos como los competenciales), y así diferenciar
la intencionalidad malsana de esa que simplemente entiende que lo mejor es una
determinada cosa (como ya referí) y hace lo necesario para alcanzarla de buena
lid, que es en esencia su función.
Ante esta
situación el gobierno resuelve y modifica la ley para que en adelante no se
produzca la situación, al tiempo que evita el conflicto con el poder judicial y
con la Banca, que ha resultado beneficiada, en tanto que los otros partidos se
muestran contrahechos respecto a la acción de gobierno pero sin demasiada
intención de alcanzar una notoriedad que pueda derivar en un obligado
posicionamiento respecto al fondo del asunto, conscientes de que se enfrentan
en realidad al verdadero poder, diríase al Estado profundo, que en ningún modo
permitiría (no ha permitido de hecho) la pérdida de 30000 millones de Euros, o
más, sin aplicar algún tipo de respuesta (como tampoco ha devuelto los 42000
del rescate a la Banca). Y no sólo la pérdida de dinero, que en última
instancia puede ser irrelevante, sino la de dominación, o la ruptura del orden
jerárquico de las decisiones, contra la que ponen en marcha toda la maquinaria,
incluida la mediática, encargada de disipar rápidamente los hechos con otros
hechos supuestamente más relevantes destinados a ese fin: ellos quieren dejar
claro que se hace lo que ellos dicen, que las decisiones están en su agenda.
Es el
reconocimiento de ese verdadero poder lo único que puede explicar esta acción
in extremis y desmelenada, con perjuicio social y argumentario escaso, que ha
puesto al estado de derecho al borde del precipicio. Y es lo único que puede
explicarla dado que el poder judicial no actúa motu propio (¿a cuento de qué?)
sino a instancia de las partes o de la fiscalía, menos contra una de sus órganos
(reprobándolo), y menos aún sin un informe que avale las actuaciones. Y es lo
único que puede explicar que lo hiciera de forma extemporánea, es decir, una
vez conocida la sentencia de la Sala tercera y no antes como es preceptivo. Y
es lo único que puede explicar, como consecuencia de la injerencia encubierta y
todas las servidumbres que comporta, la fractura del propio tribunal y “las
críticas feroces de los que votaron en contra […] que incluso cuestionan que el
asunto debiera tratarse en un pleno y critican la decisión del presidente de la
sala”. Es lo único que puede explicar que todos ellos cierren los ojos y
aprieten los dientes y que siendo una de las partes del conflicto no se
expresen jurídicamente en él.
Es el
reconocimiento de ese verdadero poder lo único que puede explicar que esta
maniobra no haya tenido más respuesta que la modificación de la ley, y que
nadie haya pedido explicaciones (por sabidas) o no se haya producido alguna
alerta-tensión institucional entre poderes (cuestionando la legitimidad a
través de la abogacía del Estado), contra toda lógica, como si los movimientos
estuvieran respaldados por el primo de Zumosol.
(6) Se podría decir como resumen de
todo lo anterior, y ya trascendiendo el caso particular que nos ocupa, que
aparentemente existe un poder más profundo o elevado que utiliza al poder
político como herramienta de sujeción y,
cuando le falla (en virtud de sus propias limitaciones), al poder judicial, ya
sea de forma activa o pasiva, en la parte acusatoria o en la decisoria, como ya
ocurriera en el caso Gürtel (con PP como acusación particular para dinamitar-controlar
el proceso en el que estaba siendo investigado), el de la doctrina Botín (y luego Axutxa) como paradigma de imputabilidad
a la carta, o el Noos (ya reseñado) que intentaba tocar todos los palos. Y se
podría decir que es, en apariencia también, precisamente por este carácter
delegado por el que uno y otros poderes (el político y el judicial) se tienen
cuidado: no por ser dos poderes independientes sino por serlo dependientes de
otro superior.
Los políticos
se conforman, ya lo dije. Los políticos tienen la oportunidad de elegir un
poder judicial libre de la voluntad política y no lo hacen, eligen uno que sea
capaz de adoptar un criterio por encima de la ley, y en la medida de lo posible
un criterio afín a ese poder político, y por esto no escatiman esfuerzos o
maniobras con tal de poner a sus hombres en los puestos claves, como en este
último caso (designación) donde incluso se ha elegido directamente al Presidente del CGPJ en vez de ser
elegido por los vocales y donde algunos de los vocales propuestos son personas
claramente vinculadas
al partido, y, salvo error u omisión, permeables a las necesidades del
mismo.
Podríamos
decir que ni siquiera eligen los políticos a muchos de esos hombres claves sino
que se los eligen. También podríamos decir que esa fidelidad (a un partido u
otro) es una cuestión anecdótica, comparativamente irrelevante, puesto que
existen fidelidades que van más allá de este vínculo, que se alcanza cuando unos
dan indicios de una potencialidad (ciertos o no) y otros se hacen eco de esa
potencialidad y la utilizan, como Ignacio
González intentando poner a alguien que entendía que le resultaría
ventajoso en sus litigios, que luego será o no será, en virtud de los elementos
de los que se acompañen, pero que evidencia la existencia del fenómeno que
puede constituirse en sistémico con la sola presencia de unas pocas células,
esto es, al margen del comportamiento escrupuloso del grueso de la judicatura,
ése que no parte habas con nadie. Fidelidades que, por su peligro potencial
para la integridad del sistema, deberían ser cuestionadas, investigadas y
esclarecidas, tanto en la parte corrupta como en la corruptora, en vez de
asumidas como parte natural del sistema, como insondables. Fidelidades que muy
bien pueden pertenecer a un estado de consagración juramentado, de aceptación
incondicional de unas premisas (las de una logia, por ejemplo), por las que
unos se encargan de hacer lo que tienen que hacer y, los otros (el conjunto
total de ellos mismos), de asegurar que no les falte de nada, ya sea riquezas,
cuidados o un posterior reconocimiento (de ahí algunas de las promociones
galopante y luego las puertas giratorias), y que tienen que aceptar sí o sí,
por la buenas, desde la convicción, la lealtad o la compensación que acabo de
desarrollar, por las malas, esto es, mediante la extorsión que se puede derivar
del conocimiento de la vida de las personas a través de
las escuchas telefónicas u otras
fórmulas de información, o (ni buenas ni malas) mediante la simple neutralización
de obstáculos, más o menos amistosos y con más o menos contrapartidas (plazas de
ascenso o traslados).
Por esto es
importante además fiscalizar los entresijos de las decisiones políticas y
jurídicas, para advertir o diferenciar los reos del sistema de los que son
simples víctimas.
El poder se
cuida muy mucho de que las personas en los puestos claves sean perfectas
correas de transmisión, y que a ser posible lo sean desde la convicción, como
mejor mecanismo de servidumbre y de cinismo institucional, el de estar al
servicio de unas ideas que no son las del mandato social. Tenemos sobrados
ejemplos en la propia acción de gobierno en los que los dirigentes parecen
estar empeñados en algo cuando la realidad es que su empeño y su verdadero
mandato es el de cuadrar las cifras macroeconómicas y no salirse de guion, es
decir, cumplir los requerimientos de quienes les han colocado en los puestos de
responsabilidad o lo toleran, a los que se deben, muy al margen de que haya
habido una intermediación plebiscitaria. Podríamos hablar de la prometida contra-reforma
laboral, de la prometida lista de amnistiados fiscalmente… Para qué seguir: las
cosas se explican por sí mismas con los casos. Después, lo que se escapa del
control político, por ámbito, tiempo o forma, es recogido y controlado por la
parte judicial que coyuntural y discrecionalmente puede hacer lo indecible –en
apariencia al menos– para orientar los procesos judiciales y legitimar
jurídicamente la iniquidad, como es la doctrina Botín, ya citada, o el inusitado
trato de la Abogacía y la Fiscalía a Emilio Cuatrecasas, sin que nadie dé
explicaciones y sin que nadie las pida, esto es, sin que nadie legitimado resuelva
de una forma u otra esa apariencia. ¿Esto es una excepción o es lo que se suele
hacer con las personas influyentes, y se hace de hecho por defecto cuando no existe
una posibilidad apreciable de trascender públicamente? ¿No es esto pintar la
línea del área bien ancha y coger el borde que interesa con quien interesa?
¿Qué
demuestra todo esto? Esto demuestra, para empezar, que vivimos en el engaño, un
engaño que da lugar a otros engaños (y a muchas mentiras) para mantenerse, y
más que para mantenerse, para controlar. Todos juegan a ser demócratas que se
advienen al criterio del otro, pero cuando llega la hora de la verdad, el
criterio del otro (la verdad jurídica) es un estorbo: un estorbo que impide
hacer las cosas que hay que hacer o que les mandan hacer. Todos juegan a ser
demócratas, sujetos a la ley, pero cuando llega la hora de la verdad y la ley
no es suficiente, la ley no llega, o la ley se pasa, es ahí cuando aparece la
necesidad de una verdad superior a la ley, una que ésta no contempla. Y se opta
por el engaño.
Un engaño que
es además un engaño absurdo porque es consecuencia del no reconocimiento de una
realidad (de los principios de verdad, allí donde se pueda) y luego de su
construcción forzada e improvisada, pero, a su vez, un engaño doble, porque es
consecuencia del no reconocimiento intencionado
de esa realidad precisamente para esto, para la creación de otra por hechos
consumados. Un engaño que no por absurdo es casual o producto de la ignorancia
sino perpetrado por quienes hacen de esa construcción forzada e improvisada de
principios (sobre un marco jurídico permeable) un modo operandi. Y es ahí
cuando aparece el político-hombre de Estado, y es cuando aparece el
jurista-hombre de Estado.
Cuando
aparece el político-hombre de Estado, se produce un quebranto alarmante (sobre
todo si es reiterado) pero cuando aparece el jurista-hombre de Estado, sobreviene
la catástrofe. Eso sí es engañarse en el solitario.
(A) El problema es que esto conforma
una ambigüedad interesada e interesante para todos ellos, por esto hacen pocas
propuestas de regeneración (reparemos en estas últimas elecciones), y las pocas
que hacen las olvidan pronto. De otra parte, el problema es que se quiere
cubrir todo con la ley, pero la ley es endeble y se tiene que echar mano de esa
verdad superior, y no se está preparado, no se tiene a la mano, por lo que da
toda la traza de ser ad hoc, partidista, interesada, socorrida, precipitada. Esto
es lo que ocurre de forma recurrente. Ocurre que no tenemos establecidos nuestros
mandatos, nuestras líneas rojas, la realidad de la que partimos. Una realidad
que no debe estar protegida jurídicamente, sólo expresada tal cual mediante
esos mandatos, de tal modo que la podamos poner limpiamente sobre la mesa, y no
de forma subrepticia, o mediante toda suerte de artificios.
Esto, básicamente, es lo que ha ocurrido en todo el procés catalán, y lo que ocurre
sistemáticamente respecto a la libertad de expresión frente al respeto a los
credos y a los creyentes o, simplemente, a las personas: que no tenemos unos
mandatos que establezcan claramente los límites
higiénicos de la divisibilidad nacional y sus fundamentos o los límites higiénicos de la libertad de
expresión y sus fundamentos. Como vemos, y ya expresé en capítulos anteriores,
con la higiene como fundamento de toda norma o como formante esencial de los
principios de verdad.
Y esto es
lo que ocurre en el caso de las hipotecas, y que evitaríamos si existiera un principio
de verdad que dijera, por ejemplo, que “los consumidores no se hacen cargo los
gastos de las tramitaciones” sin más explicaciones (los principios no necesitan
ser explicados por ser sentencias rotundas, cerradas, y no tienen, por tanto,
otra posible interpretación), o, como dije, estuviera definida o limitada la
retroactividad de las cosas. No siendo así (de esta forma natural) se tiene que
inventar algo forzado o adulterarlo para proteger las cosas que entendemos de
valor, que nos llevan inevitablemente al conflicto (como en los otros dos casos
anteriores).
Con el caso
de las hipotecas no se ve qué otra cosa de mayor valor se esté protegiendo que
no sea el interés de un tercero (de uno poderoso y concreto), evidenciando que
el principio que no está establecido
es casi siempre un principio a la
carta y por ello difícilmente separable del interés particular: es un
pseudoprincipio.
Lo
importante (lamentable) de todo esto es que –como ya dije– la independencia del
poder judicial ha quedado en entredicho (una vez más), con todo lo que esto supone,
no porque se haya puesto en entredicho con su actuación sino porque cuando se
ha visto forzada a quedar en entredicho ha ocurrido, lo que demuestra que lo
característico o novedoso es la evidencia, no la ocurrencia en sí, sobre todo
si, como venimos postulando, muchas de las decisiones (sentencias) no alcanzan
este grado de visibilidad, tampoco de análisis o cuestionamiento por la propia
idiosincrasia de las mismas y la aparente indecibilidad, es decir, sobre todo
si tenemos en cuenta que no se suele ver forzada a explicarse y que ha sido
cuando se ha visto obligado a hacerlo cuando se ha puesto de manifiesto la
conducta soterrada.
Cuando se
cuestiona las garantías del sistema judicial español y se contrapone al de
otras naciones europeas que entendemos garantistas hablamos de esto, no de que
no tengas un juzgado a dónde acudir sino de un ecosistema, de unas formas de
hacer, de una ley del embudo o a tenor de los vientos, de unos criterios
personales que está por encima de las leyes, por cuanto que, con las misma leyes,
si “te cagas en Dios” puede ser que no te ocurra nada como que te manden a la
cárcel para tres años. Esto es inaceptable.
Cuando se
cuestiona las garantías del sistema judicial español hablamos también de los
privilegios de unos y la indefensión de otros, de la asimetría en las
actuaciones y de las posibilidades de determinados estamentos con poder frente
a otros que no lo tienen, y de cómo o con qué facilidad aparecen esos pseudoprincipios
para amparar el derecho de los primeros, de tal modo que en sociedad está el
derecho entre iguales, y eso otro. Algo que, de otra parte, ya sabíamos que
ocurre con frecuencia en todos los órdenes, y a lo que estamos acostumbrados,
porque sabemos que en realidad la ley no es para ellos, que es para nosotros,
que ellos sólo vigilan que la cumplamos, que ellos no la cumplen ni se someten
a ella, sólo la tienen en cuenta en tanto no haya una razón para quebrantarla. Algo
que pasa cuando se piensa que la sociedad es un cortijo, las empresas también,
las instituciones… Y un cortijo ya
sabemos lo que es. Algo que pasa cuando se adopta ese aire de suficiencia, de
superioridad, de estar por encima de las penalidadesy las servidumbres, incluso
de la razón…No hace falta tener razón. Sabemos (eso también lo sabemos) que no
importa llevar razón, que lo que importa es lo que diga la justicia, y ya hemos
visto qué hace la justicia en según qué casos… Esto está pensado para que
determinadas personas hagan lo que quieran hacer, personas que de hecho hacen
lo que quieren, porque la victima pequeña se tropieza con la fuerza del grande,
luego con la ley del grande, y finalmente con los falsos principios ex profeso
del grande, de tal forma que sólo recorriendo un itinerario judicial imposible
o alineándose los astros podemos llegar a la verdad, a una posibilidad de
justicia.
Esto seguramente se cambie con leyes, pero la solución no es una ley sino un pensamiento, una voluntad.
Esto seguramente se cambie con leyes, pero la solución no es una ley sino un pensamiento, una voluntad.
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