Entre las
deficiencias más notables de nuestro sistema social está la propia estructura
de escalado y promoción. Esta estructura está diseñada para establecer una
diferenciación clara entre polos, entre los que mandan y los que no, los que
saben y los que no, dando lugar por diversas causas a una circulación
deficiente entre dichos polos y a un aprovechamiento deficiente de los mismos.
Quienes necesitan de determinadas exigencias o perfiles saben que éstas pueden
ser entresacadas suficientemente de la criba establecida a través del principio
de competencia u otros mecanismos de supervivencia o selección, que pueden
verse favorecidos o desfavorecidos por la coyuntura o la fortuna. Esta
selección natural está bien a falta de otra o cuando las exigencias de la propia
naturaleza así lo determinan (cuando la sociedad es en sí misma, como antaño,
supervivencia), pero no parece apropiada para este estadio cultural y, en
particular, para una situación de abundancia
de mano de obra. Los mecanismos de escalado actuales no sólo ralentizan el
progreso de la sociedad sino que la desestructuran y, lo que es más grave, desatienden
las necesidades sociales futuras, las de
la sociedad del conocimiento en el marco social del trabajo como bien
escaso. Esta necesidades nos llevan a una necesidad única, la de establecer una
nueva orientación social basada en unos nuevos conceptos de ocupación y
desocupación, esto es, de la eficiencia y la rentabilidad social de la misma (y no sólo económica).
Frente a esa
máscara de excelencia de los mecanismos de selección y descarte, y todas las
debilidades soterradas derivadas del principio de competencia, tendremos que
establecer otra fórmula de selección. Esa nueva fórmula de selección nos llevará
a un proceso de inversión social o de utilización apriorística o por defecto de
los recursos humanos, que no sólo dará a una mayor y mejor utilización de éstos
sino a una conexión más natural entre la necesidad/utilidad social y los
diferentes perfiles humanos, esto es, a un establecimiento más sano y
equilibrado entre lo que las personas dan y pueden dar de verdad.
Yendo más
allá se establece una conexión entre el interés y el desinterés (cuestiones
claramente psicológicas), como los dos grandes motores de la eficiencia individual
y su repercusión en la eficiencia social cuando aquéllos se presentan como
elementos contextuales de ésta, es decir, cuando toda eficiencia social es
simplemente el promedio de todo tipo de predisposiciones individuales a hacer o
deshacer, presentándose, en consecuencia, como un ecosistema de mediocridad.
La ineficacia
política parece un buen ejemplo de este ecosistema, de esta mediocridad. En
este ecosistema se ponen de manifiesto tanto las interrelaciones reseñadas como
los elementos puesto en juego en las mismas, esto es, las propias aportaciones
(interés, desinterés, capacidades) individuales, lo que hace necesario un breve
estudio de dichas capacidades, tanto de la parte ejecutiva (uno de los polos)
como de la operativa (el otro), es decir, la diferenciación de toda la ineficacia
de fondo en dos grandes bloques, y su caracterización, su asimilación a los dos
polos sociales (y funcionales), así como de la repercusión en los diferentes
flujos o capacidad de influencia, de acuerdo con el efecto transistor.[1] [SIGUE]
[1] El estudio de estas capacidades en los dos polos nos
permitirá, en efecto, caracterizar la ineficacia de los mismos y suministrar
criterios para eliminarla o paliarla, otra cuestión muy distinta es si este estudio se ha
realizado ya, y si se ha hecho o se hace para estos fines (los de alcanzar una
sociedad, globalmente, más sana y eficiente) u otros fines bien distintos, esto
es, para implantar la eficiencia estándar, la que se espera y de la que no se
puede escapar.