miércoles, 20 de marzo de 2013

La Gran Mentira


Hemos hablado de la corrupción, y hemos dicho que lo peor es ese sustrato tan nuestro que de una forma u otra la permite porque crea un ecosistema, es decir, un sistema en el que todo esto forma parte de forma natural, lo caracteriza y lo hace diferente de otros ecosistemas.
Hay más cosas que caracterizan a nuestro sistema que lo hacen único, vergonzosamente único y, que sin ser claramente identificables a la categoría de “república bananera”, lo presentan como alejados de idea elevada de sociedad. Hablo, por ejemplo, de la mentira.
No se sabe muy bien si somos mentirosos porque sí o porque tenemos necesidad de esconder y de poner barreras a la posibilidad de ser descubiertos en nuestro hacer dudoso.
Sea como sea hacemos y luego escondemos, y escondemos cuando no hacemos, por sistema, cuando no es inevitable no esconder, por si acaso, lo que da lugar a una red tan tupida de falta de verdad como la que crea la propia corrupción, siendo parte de ella.
Esta falta de verdad es un mal en sí mismo que arranca con el político que no acepta, que no admite, que no reconoce (véase las declaraciones de los imputados o de las portavocías en los casos de corrupción), y que se extiende a todas los elementos de la sociedad con algún grado de decisión, a toda la administración, por lo que tiene, además, claras consecuencias en el día a día de las personas, en sus problemáticas.
De este modo, ponemos una reclamación a la administración sobre cualquier circunstancia, y a no ser que esté claramente tipificada, que no sólo el derecho esté regulado sino su aplicación, entra en ese cajón de acciones no obligadas y, en consecuencia, forzadas a encontrar amparo en otras instancias, si es que lo encuentra.
Si te dan la razón tienen que pensar ellos y alborotar gran parte del sistema y de sus formas acomodaticias, si no te la dan eres tú el que tienes que aportar nuevos argumentos y pruebas imposibles: la cosa está clara, te dicen no, y a rular.
Se han establecido unas tasas para financiar la justicia y limitar su uso abusivo. ¿Por qué no se penaliza el uso abusivo que hace de ella la administración, que tiene un coste para el ciudadano particular que se ve obligado a triplicar, ralentizar el proceso, a demorar y encarecer la solución, y para el ciudadano general que soporta los costes?
Vemos que no sólo se contribuye a la iniquidad mediante las posibilidades instrumentales sino mediante las económicas que llevan aparejadas, por activa y por pasiva. Las consecuencias son las consecuencias, que se traducen en una falta de higiene social, de verdad y prosperidad.
El mal es la predisposición a bloquear o entorpecer las soluciones porque está mal regulado (sobre-regulado) o porque no está regulado o porque no está regulada la inobservancia clara y el entorpecimiento, o porque forma parte un impúdico corporativismo.
Conviene no poner verdad allí donde se puede poner y conviene poner un camino alternativo, un atajo para clases ventajosas y corruptas. Ése es nuestro problema. Muchas veces ese camino es sólo una predisposición a hacer en medio de la ambigüedad justo lo contrario a lo que se hace normalmente, a lo que se hace con el común de los mortales, lo que supone un sin fin de incomodidades menos, y, por tanto, la diferencia entre una vida placentera o sin incidentes y la nuestra. Esa es la diferencia entre sacrificar al sistema por uno o sacrificar a uno (a todos) por el sistema.
Mientras no se cambie todo esto habrá de un lado ineficacia y, del otro, desconfianza.
Una vez, más, la solución no se improvisa y tiene que obedecer a un plan que ponga las cosas en su sitio —todas—, esto es, la parte de verdad que no tenemos y nos pertenece y la otra que nosotros mismos hacemos uso y no es nuestra.



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