Hemos hablado
de la corrupción, y hemos dicho que lo peor es ese sustrato tan nuestro que de
una forma u otra la permite porque crea un ecosistema, es decir, un sistema en
el que todo esto forma parte de forma natural, lo caracteriza y lo hace
diferente de otros ecosistemas.
Hay más cosas
que caracterizan a nuestro sistema que lo hacen único, vergonzosamente único y,
que sin ser claramente identificables a la categoría de “república bananera”,
lo presentan como alejados de idea elevada de sociedad. Hablo, por ejemplo, de
la mentira.
No se sabe
muy bien si somos mentirosos porque sí o porque tenemos necesidad de esconder y
de poner barreras a la posibilidad de ser descubiertos en nuestro hacer dudoso.
Sea como sea
hacemos y luego escondemos, y escondemos cuando no hacemos, por sistema, cuando
no es inevitable no esconder, por si acaso, lo que da lugar a una red tan
tupida de falta de verdad como la que crea la propia corrupción, siendo parte
de ella.
Esta falta de
verdad es un mal en sí mismo que arranca con el político que no acepta, que no
admite, que no reconoce (véase las declaraciones de los imputados o de las
portavocías en los casos de corrupción), y que se extiende a todas los
elementos de la sociedad con algún grado de decisión, a toda la administración,
por lo que tiene, además, claras consecuencias en el día a día de las personas,
en sus problemáticas.
De este modo,
ponemos una reclamación a la administración sobre cualquier circunstancia, y a
no ser que esté claramente tipificada, que no sólo el derecho esté regulado
sino su aplicación, entra en ese cajón de acciones no obligadas y, en
consecuencia, forzadas a encontrar amparo en otras instancias, si es que lo
encuentra.
Si te dan la
razón tienen que pensar ellos y alborotar gran parte del sistema y de sus
formas acomodaticias, si no te la dan eres tú el que tienes que aportar nuevos
argumentos y pruebas imposibles: la cosa está clara, te dicen no, y a rular.
Se han
establecido unas tasas para financiar la justicia y limitar su uso abusivo.
¿Por qué no se penaliza el uso abusivo que hace de ella la administración, que
tiene un coste para el ciudadano particular que se ve obligado a triplicar,
ralentizar el proceso, a demorar y encarecer la solución, y para el ciudadano
general que soporta los costes?
Vemos que no
sólo se contribuye a la iniquidad mediante las posibilidades instrumentales
sino mediante las económicas que llevan aparejadas, por activa y por pasiva. Las
consecuencias son las consecuencias, que se traducen en una falta de higiene
social, de verdad y prosperidad.
El mal es la
predisposición a bloquear o entorpecer las soluciones porque está mal regulado (sobre-regulado)
o porque no está regulado o porque no está regulada la inobservancia clara y el
entorpecimiento, o porque forma parte un impúdico corporativismo.
Conviene no
poner verdad allí donde se puede poner y conviene poner un camino alternativo,
un atajo para clases ventajosas y corruptas. Ése es nuestro problema. Muchas
veces ese camino es sólo una predisposición a hacer en medio de la ambigüedad
justo lo contrario a lo que se hace normalmente, a lo que se hace con el común
de los mortales, lo que supone un sin fin de incomodidades menos, y, por tanto,
la diferencia entre una vida placentera o sin incidentes y la nuestra. Esa es
la diferencia entre sacrificar al sistema por uno o sacrificar a uno (a todos)
por el sistema.
Mientras no
se cambie todo esto habrá de un lado ineficacia y, del otro, desconfianza.
Una vez, más,
la solución no se improvisa y tiene que obedecer a un plan que ponga las cosas
en su sitio —todas—, esto es, la parte de verdad que no tenemos y nos pertenece
y la otra que nosotros mismos hacemos uso y no es nuestra.
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