En estos días se debate respecto al incremento o la
incorporación de determinadas tasas judiciales.
El hecho, además de
ser más que probablemente anticonstitucional, es del todo abusivo pues deja a
todo un sector de la población al margen de la ley, más de lo que ya estaba y
más de lo que ya lo estamos todos como consecuencia de la infinidad de
cuestiones estructurales que impiden alcanzar el resarcimiento legitimo y legal,
o hacerlo de forma útil; y del todo injustificado, teniendo en cuenta que ese sector sin recursos económicos ya hace —por
esto mismo— un uso escrupuloso de la justicia (ponderan la posibilidad de éxito
y ahorro de costas) en virtud de lo mucho que le repercute los gastos
profesionales (abogado, procurador, etc.).
Son tantas las voces que cuestionan la legalidad de la
medida y sus aspectos discriminatorios que parece innecesario ahondar sobremanera
en ellos, y sí, en cambio, en los contradictorios, esto es, no tanto en el precio de la justicia como en el precio de la no-justicia y la etiología de la
solución. Son, por tanto, tres cuestiones.
Respecto a la primera, el incremento de las tasas, sólo añadir
que la solución en modo alguno puede ser encarecer el servicio y luego condonar
su coste para determinadas casuísticas sensibles (maltrato, trata de personas,
etc.) porque para todo lo que se acude a la justicia es para alguna forma de
maltrato. Algo parecido ha ocurrido con los desahucios y el tratamiento
especial de determinadas circunstancias y la creencia engañosa de que de este
modo se es sensible a las mismas, y como tal se traslada a la opinión pública
(son líneas rojas o modas en la propia opinión), cuando hay otras muchas tan
dignas o necesitadas como las anteriores; en lo que se presenta como una forma
absurda de ponderar las tragedias personales, muy arraigada entre la clase
política y la propia población.
La segunda es la aplicación de una solución que siempre va
en el mismo sentido maquiavélico, la de dar una solución a cualquier precio,
seguramente por no saber dar otra. Estamos acostumbrado a ello: si se quema un
bosque la solución es prohibir la acampada o el tránsito; si el organismo judicial
está saturado o es deficitario, la solución es encarecerlo o hacerlo accesible
sólo por aquéllos que pueden aportarle un plus económico (así gobierna
cualquiera). Aquí es donde se confunde la necesidad con la ideología que le ha
reprochado el PSOE (aunque no ha sabido explicar), y donde —como en todo lo
ocurrido con la crisis— se confunde la verdadera necesidad con pretensiones
viejas de otra índole.
La tercera es precisamente la incapacidad de aportar una
solución o dar una respuesta que mejore la rentabilidad y la aglomeración a
través de la optimización o eficiencia del sistema judicial, esto es, de
incidir en los verdaderos problemas que dan lugar a la reiteración y
multiplicación de los proceso y, en consecuencia, a la masificación y el gasto:
no se persigue depurar los procesos judiciales —en cambiar el procedimiento
judicial— sino en suprimirlos, no se persigue la supresión de las causas sino
su expresión. No se sabe nada más que de la repercusión económica del problema,
no del problema. Por tanto, no se puede conocer la solución.
Esto es muy propio de la clase política, la incapacidad de
conocer los problemas, los desencadenantes, y, consecuentemente, la solución,
por lo que todo el lenguaje manejado (como si de un programa informático se
tratara) es de alto nivel, de usuario, y totalmente inservible para detectar la
instrucción errónea. Contrariamente utiliza la incorporación o supresión de
grandes bloques de programa (que contiene dicha instrucción errónea) que junto
al problema modifica otras partes, dando lugar, junto a la supuesta solución, a
nuevos desastres estructurales o de sistema. Esto es lo que se hace aquí con
las tasas, coger el problema por las hojas.
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En la sociedad inversa hablamos de higiene. La higiene de
los sistemas tiene que venir dada por ambos elementos. Uno sin el otro es
ineficaz, el otro sin el uno no tiene sentido y es perverso, y es contrario a una
idea elevada de sociedad (lo primero que tenemos que alcanzar): ni las personas
pueden tener tantos resquicios jurídicos que les permita agotar las vías (colapsarlas)
y burlar la justicia, ni tienen por qué reclamar lo que en buena lógica les
corresponde, (ni la sociedad puede permitirse llevar al abandono infinidad de
delitos menores y crear ese sustrato social)
Sobre el primero, naturalmente que tiene que haber un cargo
del coste (ya se vería como se conceptuaría finalmente), pero antes de eso una
tasación real de lo que cuestan lo procesos, y antes de eso tiene que haber una
economía de dichos procesos mediante la optimización lógica y material de los
mismos. Además de esto, el cargo económico debe ponderar la sobreactuación equivocada
sobre una dada como referencia que represente un valor promedialmente acertado
de la realidad.
Lo segundo no vamos a desarrollarlo porque será objeto de
estudio cuando en la Teoría
social tratemos los principios de verdad aplicados al sistema judicial,
pero sí adelantar y decir que en un modelo social que se precie para la
sociedad del siglo XXI tiene que existir otros mecanismos para resolver los
conflictos, y que al igual que ya expresamos respecto a las huelgas o las manifestaciones, se debe ir hacia la verdad desnuda de los conflictos y
jerarquía de las razones y a otra forma extrajudicial de resolverlas, según lo
expuesto también en el Punto 5º de la
Declaración.
Lo tercero entronca con lo anterior. La idea es
(contrariamente a lo que da lugar las medidas tomadas) mostrar y demostrar que el
hecho delictivo será ajusticiado con todas las consecuencias, siendo esto tan
así que en línea opuesta a lo planteado tendría que ser el Estado el que actuara
de oficio y velara por la trasparencia en las relaciones sociales y económicas
de sus ciudadanos, lo que sin duda terminaría con el delito fácil e impune, o
su promoción (con el sustrato mencionado).
Hay que dar otro sentido de justicia y superar un absurdo
igualitarismo por el que todos nos enfrentamos al hecho jurídico en igualdad de
condiciones, que sólo se esclarecen tras someterse a cien leyes contradictorias
u opuestas en vez de una inequívoca o causa primera: todos somos iguales ante
la ley, pero lo cierto es que “la paz social” la rompe alguien, alguien no ha
cumplido, alguien ha hecho algo esencialmente contrario a lo que se espera,
etc.
Aunque no soy muy amigo de los ejemplos, voy a poner uno que
engloba de forma aproximada todo lo dicho. Tras la construcción de una vivencia
hay defectos. Seguramente el 90% de ellos son tan escandalosamente manifiestos
y achacables al constructor que no haría falta para resolverlos nada más que
asumir la responsabilidad, representando el no hacerlo la declaración explícita
o intencionalidad de eludirla. Para ese 90% no hace falta intermediación (todo
lo más administrativa), porque además ya existe jurisprudencia. Si el
constructor no asume ese 90% y fuerza al amparo judicial, es responsabilidad
suya, si el usuario quiere ir más allá de ese 90% y busca amparo judicial es
responsabilidad suya. La cosa es sencilla, la ley debe ser lo suficientemente
clara como para ser entendida por las partes (o sus representantes) y aplicarla
de mutuo acuerdo, quien no la entienda y busque una interpretación ajena (la
del juez) o se vea forzado a ella, quien quiera ampliar la cobertura, debe
asumir el criterio equivocado inicial y todo lo que ha comportado (aparato
judicial) económicamente, esto es, no sólo las costas de las partes como ocurre
ahora (en el mejor de los casos) sino una verdadera penalización. De esta forma
el Estado promueve la solución de los conflictos pero controla la
sobreactuación y no asume su coste.
La idea, por tanto, es diferenciar las cosas esenciales,
separar lo necesario de lo accesorio, establecer una referencia clara (cosa que
no suele interesar a casi nadie) e ir hacia una conexión más directa y rápida
entre lo pretendido y lo alcanzado, y, por tanto, más barata. Con esta
metodología, frente a la vía utilizada, se alcanzaría la supresión de la mitad
de los procesos y la mitad del coste social y económico del resto.