Hace unos días alguien fue operado en el hospital. Pasados un par de días de la operación, y todavía sangrando, le fue restituido el Sintrom —medicamento que toman las personas con la sangre espesa, que medra su poder coagulante y que se suspende en el plazo de la operación—, lo que dio lugar a un sangrado más abundante. Todo esto a pesar de advertirle al servicio médico, por parte del paciente y sus familiares de esta posibilidad, puesto que ya le había ocurrido un episodio similar, y a pesar de ser de sentido común.
Esto pone de manifiesto que el
verdadero sentido común es superior al conocimiento reglamentado y,
consecuentemente, que no por no ser instruidos en la materia perdemos nuestro
derecho a aplicar una lógica común a muchas facetas de la vida, y, en cambio,
sí a exigir a cualquier profesional de la misma que tenga, además del
conocimiento específico, y dado que el sentido común es común, ese sentido, su uso
o aplicación.
Este caso, respecto a todo lo
acontecido en el problema del sistema financiero y su solución, y todos los
desmentidos o la diferente percepción respecto a las medidas tomadas o por
tomar, me lleva a poner de manifiesto igualmente la total falta de criterio de
nuestros políticos-economistas y, consecuentemente, su continua improvisación,
y me lleva a exigir la clara definición de esos criterios, es decir, la de un
esquema claro de las situaciones que no dé lugar a toda esta contaminación,
mezcla de anhelo e ignorancia. Me lleva a pedir sentido común. Porque, en
esencia, ¿qué es ese sentido común? El sentido común es ese esquema que nos
hace ver cualquier hecho particular no como un hecho aislado sino como un
elemento de un sistema básico, congruente o no con él, y comprender con un
golpe de vista las situaciones. Aquí es donde viene nuevamente lo de los principios de verdad como base o
fundamento de cualquier esquema.
En la situación del sistema
financiero se está comprendiendo con un golpe de vista una situación ahora, y
más tarde se está comprendiendo con un golpe de vista lo contrario, con
suficiencia, lo que demuestra que el esquema no es completo, y demuestra que o
no se sabe de eso que puede superar al sentido común (el conocimiento
específico) o no se tiene tal sentido: primero se dice que no se va tomar tal
medida (el IVA, por ejemplo), y luego más tarde que sí; dándonos perfecta
cuenta de que a todos les falta un algo para formar ese esquema, para
dimensionar verdaderamente el problema, en tanto que a algún otro le falta casi
todo como se desprende de la reiteración machacona, sin lenguaje específico ni
preciso, de algunas ideas básicas.
Es cierto que un político no
puede ser un tecnócrata, esto es, un mero técnico, pero tampoco puede ser
alguien vacío de contenidos, a quien los demás (los técnicos) le insuflan esos
contenidos, con los que deciden de forma vaga, coyuntural y prestada. Por
ejemplo se habla del supuesto préstamo de cien mil millones de euros, que
parece ser El dorado, y luego se encuentran las pegas derivadas de dejar en la
cola al resto de los acreedores. ¿Eso no se puede pensar antes? Ahora se da
cuenta alguien (el propio mercado) y salta la alarma, y se dice con tono de
obviedad, como si fuese archisabido. ¿No parece más lógico establecer una
estrategia inequívoca tanto de las partidas como de las contrapartidas, y
presentar de forma inequívoca los escenarios?
Aquí es donde radica la necesidad
de los principios de verdad, la de no dejar a la clarividencia de una supuesta
mente lúcida el destino de una nación —menos
aún cuando obviamente no es tan lúcida—,
la de emular esa clarividencia, la de establecer un mecanismo que libere a
cualquier dirigente de la necesidad de tener que contemplar el problema sin un
marco adecuado y de encontrar ideas felices, casi ocurrencias. Hoy más que
nunca se tienen que definir esos principios porque definirlos es definir la
voluntad y la intención por encima de esas otras particulares o vagas. La
solución debe salir de forma natural del marco y ser el marco el que esté en
cuestionamiento o debate. Respecto a la solución suele ser una, la única
posible, la que queda después de desconsiderar las otras por imposibles o no
practicables.
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De otra parte, no se entiende que
para cualquier ocupación se precise una capacitación probada y que aquí sólo
sirva un liderazgo alcanzado váyase usted a saber de qué modo o por qué
circunstancias, y se establezca una relación entre ese
liderazgo-responsabilidad sin capacidad y una capacidad sin responsabilidad
encarnada en los asesores al uso. De este modo, en contraposición a cualquier
otra actividad de la vida en la que se tiene que tener capacidad y
responsabilidad (eficacia y compromiso), aquí —en los puestos políticos— o se prescinde de una o de la otra.
Este organigrama que se hace
extensivo al resto de los puestos ejecutivos, públicos o privados, permite, salvo
contadas ocasiones (cuando no queda más remedio que imputar), velar
responsabilidades y quedar impunes, impidiendo establecer una verdadera
relación causa-efecto entre sucesos. En efecto, mientras que en cualquier otra
actividad lo que parece presuntamente punible (un hecho aislado) lleva aparejado
unas diligencias previas que implican un cargo y un descargo, en ésta ni
siquiera una larga secuencia de acontecimientos de dudosa legalidad permiten
ser objeto de estudio, quedando ocultos al análisis y el control.
Esta es la razón de ser de las
comisiones de control. La creación de una comisión o una imputación genérica es
la herramienta que tenemos para delimitar qué parte de la acción corresponde al
asesoramiento y que otra a la decisión política, para acercar la
responsabilidad política a la penal, es decir, para hacer, mediante la ulterior
modificación del marco legal, que todo lo desdeñable sea punible, y así elevar
la categoría del ejercicio político.
Casos tenemos de todo lo
contrario. En este sentido, parece escandaloso, por ejemplo, que la cuestión de
los regalos a las personalidades públicas no esté regulada (a pesar de todos
los escándalos), en ese intento de acercar lo ilegal a lo ilegitimo, o incluso que
estas personalidades queden al margen (al margen de la ley) de lo que ya de por
sí se ajusta a derecho para el común de los mortales, como es la declaración
tributaria en especies de los mencionados regalos. De este modo no sólo reciben
regalos en especies sino que estos no son declarados para su tributación. ¿Eso
es delito, verdad? Hay que recordar que a Al Capone no lo procesaron por delitos
de sangre sino por defraudar al fisco.
¿Cuál es el problema? El problema
está en que se hacen muchos esfuerzos para alcanzar la posibilidad de
manifestar esto y llevarlo a la luz pública, y en que a pesar de hacerlo de forma recurrente nunca o casi nunca se
materializa en una ley que regule lo que no está regulado o en algún mandato
que verifique si se ha cumplido lo ya regulado. El problema está en que después
de tanto esfuerzo queda finalmente apagado de forma natural como un murmullo o
mediante la modificación engañosa, y sin repercusión social, de cualquier disposición,
como la que se hizo para reflejar el patrimonio
de los ministros (ver BOE)
y secretarios de estado, dado que se hizo un recuento del patrimonio sobre
valores catastrales y no se explica el origen del mismo, en tanto que en las
últimas legislaturas se han realizado sobre bienes
sin tomar en consideración lo que estos representan. El problema está en que
gana el que resiste, y ellos resisten más porque tienen cogida la cuerda por el
lado bueno. El problema está en que gracias a esa impunidad se permiten tomar no
la mejor solución sino la que mejor viene desde infinitas ópticas, incluidas
las que conciernen al interés particular o el de determinados grupos de
presión, es decir, se permiten obviar lo que dicta el sentido común, lo que
dicta el conocimiento específico, y el bien común.
Frente a esto sólo cabe llevar
nuestras demandas a extremo, es decir, definirlas bien y resistir. En un caso,
el de los regalos, interponiendo una demanda real sobre todos los presuntos
casos de fraude fiscal por el concepto citado, en el otro, el de la ineficacia,
interponiendo demanda en virtud de la misma y de sus consecuencias reales, de
la que serían casos particulares toda la negligencia y malversación de nuestro
sistema bancario (incluida la del Banco de España y los diferentes responsables
económicos, etc.) y sobre aquéllos otros en los que se pone de manifiesto una
incapacidad total para buscar soluciones, como es el caso de la supuesta
necesidad de subir el
IVA como consecuencia de la incapacidad tácita para luchar contra el fraude,
es decir, la de establecer las medidas necesarias respecto a lo segundo que
hagan innecesario lo primero: puesto que se hace un plan
contra el fraude, pero se admite, lo que desde otros foros se le está
indicando, que es insuficiente porque no tiene ni la capacidad disuasoria ni la
recaudadora que se pretende, y, por supuesto, tampoco la ejemplificadora, que
parejamente se destruye mediante los mecanismos de amnistía fiscal. En este
caso no se trata de coyuntura política o económica sino de ideas, la
posibilidad de encontrarlas y aplicarlas. Si ellos no son capaces, que busquen
a otros o hagan un concurso de ideas, por otra parte innecesario tras tomar en
consideración los mecanismos contra el fraude fiscal —el grande y el pequeño— y
los cortafuegos pertinentes a la infinidad de triquiñuelas propuestos por las
personas entendidas de la
Agencia Tributaria.
Otro escenario plausible sería
que las ideas las demos nosotros y expresemos de forma clara la voluntad o
necesidad de aplicarlas o nuestra perplejidad si no lo hace, dada su
conveniencia, el gobierno de turno, es decir, expresar de forma clara lo que
queremos como sociedad sobre algún respecto. Es la expresión de la demanda
concreta. Esto tiene a su favor que no toma en consideración otros elementos
contaminantes por lo que es genuina pero tiene en su contra justamente lo
mismo, por lo que es ajena a la realidad. Esto ya lo he expresado en otros artículos y
lo matizaré en el próximo, pero no es nada más que la percepción de que obedece
al sentido común lo que no es tal, y la razón de que en esta sociedad avancemos
a trompicones.
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