Cuando alguien va
montado en una bicicleta, cuesta abajo y sin frenos, no tiene más opción que
frenar con la zapatilla y quemársela, como hacíamos antiguamente. Bueno, hay
otra, que es tirarse a la cuneta, y terminar con esa situación de desenfreno,
de paroxismo, a las bravas.
Estas son las
opciones respecto a la situación del sistema financiero y su solución, o nos
quemamos la zapatilla o nos tiramos a la cuneta. La disyuntiva no es cualquier
cosa porque en buena medida está dividiendo a la sociedad y, hasta cierto
punto, enfrentándola. No hablo ya de la división que se produce entre los que
pasan el escalón de la miseria y no, que polariza inevitablemente el tejido
social, sino entre los que comprenden y optan por un tipo de respuesta política
y los que no.
Para llegar a la
verdad de las cosas habría que ser filósofo o estar por encima de ellas, para
así diferenciar cuánto del problema es consustancial a nosotros mismos y cuánto
no, qué solución puede ser solución ahora y cuál no, en definitiva que parte de
la verdad no es verdad y que otra de la mentira no es mentira. En ésa estamos.
Es verdad que gran
parte de la política económica regida por Alemania pretende garantizar los
préstamos hechos por sus bancos, pero también lo es que esa intención es la
lógica y natural a cualquier prestamista, incluido cualquier particular que
preste dinero a un amigo.
Es verdad que los
inversores están especulando y se están enriqueciendo con esta crisis pero
también es verdad que gran parte de ese núcleo inversor lo constituyen quienes
tienen ahorros, esto es, toda una clase social media y media-alta que
paralelamente se está perjudicando/beneficiando en este proceso en función de
que pase o no el citado escalón.
Es verdad que la
devolución del préstamo nos va a poner condiciones duras, pero también lo es
que en otro contexto histórico esas condiciones hubieran supuesto ceder unos
determinados territorios al acreedor, que es lo único que a estas alturas
tenemos en propiedad.
Es verdad que esas
condiciones vienen acompañadas de ciertas imposiciones estructurales, pero
también lo es que pierden ese carácter en cuanto que parejamente se está
conformando una unión económica y política que precisa de buena parte de ese
esquema. En este caso, que el control de las cuentas, por ejemplo, esté
centralizado se puede entender como pérdida de soberanía o como un logro, según
se vea acompañado de determinados elementos de equidad y proporcionalidad entre
los miembros.
Respecto a todo lo
anterior, tenemos que tener en cuenta que en realidad nos regimos por una ley
que relaciona al deudor y al acreedor de una determinada manera, que ahora, por
habernos excedido, o por no haber dimensionado nuestras posibilidades, queremos —amparándonos en las nuevas
posibilidades que da el contexto internacional— renegociar, modificando la forma de
pago. Renegociar es negociar o poner en la mesa contrapartidas económicas o
políticas cuando se tienen. Cuando no se tienen no es negociar, es pedir, y
estar a expensas de lo que te den en función del interés económico y de cuánto
se pueda mediatizar éste por el proyecto político común. Parece ser que esto
último no tanto, o no tanto como quisiéramos nosotros: Europa no paga las
deudas de juego.
Frente a esto tanto
cabe la crispación por el cinismo y el tibio sentido europeísta (y de las
medidas tomadas respecto a las posibles) como la gratitud, puesto que la cosa
podría ser peor frente a esos nuevos y “desinteresados” avalistas, pero sobre
todo cabe la de exigencia frente a los que no han sabido poner en valor el peso
específico de España y muy principalmente frente a los que nos han puesto en
esta situación, esto es, frente a los políticos de mierda que han gestionado
mal nuestra riqueza y dimensionado mal nuestras posibilidades de bienestar[1].
A eso del bienestar voy ahora.
Es verdad que esta
sociedad debe caminar hacia el bienestar social pero también lo es que ese
bienestar cuesta dinero y se corresponde con las partes de la riqueza que
podemos liberar tras hacer frente a otro tipo de necesidades.
Es verdad que ese
bienestar se traduce en un funcionariado extenso, pero también lo es que
mientras que el bienestar implica esa extensión de la función pública, la
extensión no implica bienestar, como se pone de manifiesto en el ratio de empleados públicos de la
Unión
Europea,
que junto con otras referencias nos permitirían sacar otras conclusiones.
Es verdad que las
personas y los Estados, para procurar ese bienestar, se endeudan pero también lo
es que no pueden hacerlo si parte de los recurso anuales no pueden liberarse
para el pago de la deuda y se precisa —tal
como se ha venido haciendo— nueva deuda para hacer frente a ese pago.
No se trata de una
desviación contable. Se está sacrificando a toda una clase media, haciendo de
golpe todo el recorte —en el límite de la viabilidad—que no han sabido hacer a
lo largo de este decenio. La dureza, la urgencia de la solución da idea del
desequilibrio tan profundo, de la responsabilidad y las consecuencias de este
abandono (de la irresponsabilidad). Para evaluarlo sólo tenemos que ver que
estas nuevas restricciones de aproximadamente 30.000 millones de euros anuales nos pueden llevar a la ruina
económica y social, respecto a las posibilidades de consumo, crecimiento,
ingresos y desestructuración social,
dado que además no cubre tan siquiera el desfase de ingresos y gastos de los
presupuestos de este año, de unos 40.000 millones, menos aún si a esos gastos
le incluimos unos nuevos 12.000 millones para la financiación de la nueva deuda
de 100.000 millones. Es decir, que suponiendo que se mantengan los ingresos y
llevando los gastos al mínimo no llegamos.
Es verdad que desde
la calle se ve todo esto desde la perspectiva del recorte (desde esa inevitable
urgencia), pero también es verdad que desde las altas instituciones (y la
práctica totalidad de los grupos parlamentarios) se está viviendo desde la
necesidad, desde el grave problema de Estado que es (desde esa otra urgencia):
España no tiene otra opción, y así se lo ha hecho saber Europa.
Estas dos verdades
son las que están creando dos perspectivas, dos formas de entender el problema,
las que están dividiendo a la sociedad, con ese maniqueísmo tan nuestro por el
que compartiendo algo ya parece o se entiende que se comparte todo[2]. Ya no somos de
derechas o de izquierdas, ahora somos pro-comprender la coyuntura internacional
o pro-comprender la calamidad de esa sociedad siempre castigada a la que se
suman nuevos damnificados.
En este caso da
igual lo que comprendamos. La necesidad está por encima de los sentimientos, y
está por encima de los modelos (de nuestro propio modelo) o de los
planteamientos de futuro, principalmente porque si no damos solución, no hay
futuro. Dicho de otra forma, no sirve de nada plantear una lucha estratégica
contra todos los tipos de subsistencia a los que nos empuja el capitalismo si
no damos solución a esta forma que se cierne sobre nosotros, superando las
propias previsiones capitalistas.
La cuestión ahora
no es comprender y no es impedir los recortes, que no se puede (o tal vez sólo
los críticos), la cuestión es salir de ésta y asegurarnos, de aquí en adelante,
una buena gestión (parece que de eso también se encargará Europa), y depurar
responsabilidades, no sólo sobre casos como los de Bankia sino
sobre toda la administración del país. Lo importante después será alcanzar la necesidad
de transformar el sistema social desde la clara percepción de que más allá de
ser bueno o malo, es técnicamente incontrolable, poco fiable y, en consecuencia, no
válido para sustentar un verdadero proyecto social de futuro. En eso estamos.
anterior
posterior
[1] Las políticas, antes que ser de izquierdas o de
derechas deben ser racionales. Los progresistas parecen de derechas cuando no
se creen las propuestas irracionales de la izquierda, y los liberales, de
izquierdas cuando no acatan las medidas irracionales de la derecha.
[2] Que la razón en algún punto nos
acerque a unos no nos lo perdonan los otros, excluyéndonos totalmente de su
esfera de entendimiento.
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