De vez en cuando los
acontecimientos nos ponen en la tesitura de tener que redefinir nuestro
pensamiento político y decir aquello de “¿...y yo qué soy? Y algunas de esas
veces la respuesta no es fácil, y no lo es para casi nadie salvo que se sea la
voz de alguna corriente ideológica, obligada a la determinación. Algunas veces
no es fácil porque no está bien hecha la pregunta o bien definido sobre lo que
se debate, lo que impide toda asepsia.
Este es el caso del contencioso
hispano-argentino a propósito de YPF sobre el que tanto las fuentes
gubernamentales y en general de derechas, así como las de izquierdas, han
tomado posiciones en la confluencia de dos derechos, uno el derecho
internacional y otro el derecho de los pueblos a explotar sus propios recursos
sin la injerencia de multinacionales, esto es, del Capital. Yo no voy a
resolver aquí y ahora esta lucha de derechos o establecer una jerarquía entre
ellos (de acuerdo con mi propósito general), pero sí a resaltar que,
aunque cualquier determinación puede ser
legítima —hasta que se establezca esa jerarquía—, la misma debe ser honesta en
todo su desarrollo, porque no siéndolo ya no hablamos de tal o cual derecho que
puede alcanzar la idea de principio o no, sino si se hace rompiendo algún
principio que sí tengo ya establecido. En este caso, suponiendo-admitiendo que
Argentina tenga ese derecho por encima del derecho internacional tendría que
haberlo establecido sobre el total o, en su defecto, sobre una parte
proporcional entre los inversores. No siendo éste el caso es inevitable
preguntarse, por qué sobre unos no, y por qué sobre otros sí (son dos preguntas
distintas). La primera pondría de manifiesto que ellos mismos hacen valer su
derecho sólo hasta cierto punto (hasta donde les interesa), la segunda pone de
manifiesto que, aunque nosotros podamos no entender a Repsol como algo nuestro
(de acuerdo con la procedencia del capital y su talante expoliador), hay quien
sí lo entiende así, y sobre ese entendimiento actúa.
Más importante que todo lo anterior
(y más doloroso) es todo lo que suscita la reforma en educación y en sanidad.
Aquí se mezclan todo tipo de sentimientos que nos ponen ante la primera
pregunta y que tratan de resolverla, y muchos argumentos socorridos para
justificar o darle un peso específico, en tanto que nos remite sin remisión al
problema de fondo, si es que queremos verlo como tal, que no es otro que el de
disponer de modelo económico: de medidas, de soluciones y alternativas, o no
disponer de él, o, lo que es lo mismo, no encontrar un punto de intersección
entre la necesidad coyuntural y la orientación doctrinal. Esta divergencia es
anterior a la crisis y es consustancial a los sistemas de izquierdas obligados
a tomar medidas contrarias al ideal por conveniencia económica (se quedan sin
proyecto) o a la conveniencia económica por el ideal (se presentan como
timoratos), en tanto que los sistemas afines al capitalismo puede emplearlas
sin pudor —pero, efectivamente, sin pudor—, y sin un cuestionamiento del
sistema o sin una verdadera capacidad de discernir donde termina la coyuntura y
donde empieza el problema endógeno del sistema, víctimas de otra divergencia
clara, la que se produce entre la necesidad y las posibilidades del propio
sistema.
No tener modelo económico propio no
nos inhibe de la realidad, tener uno degradado o sin unos verdaderos mecanismos
de sujeción, tampoco. Solo nos sirve —tal como dijimos de la reforma laboral y
en tanto que podamos desarrollar nuestro propio modelo— diferenciar aquello que
es malo en sí mismo, de lo que es bueno en sí mismo, de lo que es malo pero es
aplicable en este contexto, de lo que es bueno pero no es aplicable en el
mismo. Volviendo a las últimas reformas, y partiendo de que el derroche y toda
la situación internacional que da lugar a las medidas adoptadas son
injustificables y absurdas, lo cierto es que están ahí, que hay que paliar sus
efectos o suprimirlos, no sólo para reconducir esta situación sino para establecer
un modelo de sociedad sostenible, en tanto somos capaces de sacar el dinero que
está escondido debajo de la piedras y de tomar las medidas económicas de fuerte
impacto (darle un giro a toda la política económica). Pensemos que sujetar este
despilfarro ahora sirve para devolver el dinero que no tenemos, pero que si se
hubiera hecho hace tres años, cinco, diez, podría haber servido para dar
sustento económico a determinadas propuestas como la ley de dependencia. ¿Se
hubiera visto el recorte de forma distinta? Seguramente sí, y, de acuerdo con
la repercusión, seguramente con razón. La cuestión es que no es distinto, que
es el mismo criterio aplicado a dos realidades distintas. Salvado esto, ¿por
qué no se hizo?, ¿por qué no se corrigió, por ejemplo, el turismo sanitario? No
se hizo porque no sólo se ha vivido en el derroche de la clase política (de la
vida política y de la decisión) sino en el social promovido por políticos que
manejan recursos sin escrúpulos, con muy poco cuidado, como si el dinero saliese
de una caja sin fondo. Se ve claro que, al margen de la coyuntura
internacional, al margen de que exista o no un dinero sobrante, una sociedad no
puede vivir en el exceso, en la sobreestimación de los recursos: no es
admisible que un chico sin posibilidades económicas no disponga —a no ser que
sea un portento— de los medios para estudiar, pero tampoco lo es que esté
ocupando recursos (en el instituto hasta los veinte años o en la universidad
hasta los treinta, como si fuesen guarderías) sin mostrar una clara vocación,
un empeño y trabajo. ¿Esto es de derechas? No, es de sentido común. De derechas
pueden ser los márgenes o la falta de celo respecto al primer empeño, y de
derechas puede ser la intencionalidad de alcanzar otras pretensiones al paso,
de derechas es priorizar este tipo de ahorro mientras se orienta el gasto a
otros tipos de servidumbres (socorro a bancos y pérdida de derechos
fundamentales, y otros).
No siendo consciente de cuántos
sacrificios cuesta el ahorro social no lo seremos de la necesidad del ahorro
político, y de aquellas partidas mal equilibradas, pretenciosas o derivadas de
un concepto equivocado de desarrollo y de democracia (habría que preguntarse
por qué hace treinta años había dinero para todos los servicios y en la
actualidad no). Pero no sólo se trata de la cuestión del gasto como tal sino
del desequilibrio que ocasiona, y que no permite alcanzar ni consolidar un
determinado modelo de sociedad basado en el bienestar y la suficiencia
socioeconómica. Esos recursos, ni se pueden derrochar ni se pueden repartir o
universalizar sin más (repartiendo lo que no se tiene), porque haciéndolo —de
acuerdo con el principio de bipolaridad— se está suprimiendo las fuentes o las
posibilidades de generar más bienestar o hacer sostenible el bienestar (mantener
un flujo) y el propio crecimiento económico (sin excesos, y como condición
necesaria).
En esta última afirmación está el
quid de la cuestión, la que nos permite esa asepsia o nos libera del problema
de hacer del reparto, y de la decisión política que lo promueve, un problema
moral, y que incluso nos define qué políticas son buenas y cuáles malas. El
legislador no tiene que ignorar los problemas y mucho menos crearlos, ni buscar
la solución que coyunturalmente le resulte más fácil, debe ser austero en el
gasto y guardar un equilibrio perfecto entre las dos variables citadas
(bipolaridad y flujo), por las razones ya expuestas y por otra, adicional en
este caso, que resulta, no ya del desequilibrio entre polos y del flujo, sino
de la inevitable decremento del polo inferior, y con él de todo el sistema
económico (el legislador debe contemplar todo esto o tener un modelo social —La Sociedad Inversa —
que lo contemple).
Este sería el caso de la entrada de
inmigrantes habida en los años pasados, que, aunque coyunturalmente resolvía el
problema de la creciente demanda de mano de obra para la construcción y
servicios, puso de manifiesto la incapacidad de los gobiernos para regular y
adoptar medidas encaminadas a satisfacer esa demanda (de teórico bajo perfil)
con un mercado interno (como se derivaría de la aplicación de la inversión
social), dando lugar a una desestructuración social y —con el cese de la
burbuja inmobiliaria— a otro problema, que nos ha costado bien caro en forma de
desempleo, y el que se presenta ahora por la vía del recorte y la prestación
masiva. Es inconcebible o un contrasentido que se tenga en una sociedad un 10%
de paro (antes de la crisis) y que se aliente a la entrada de mano de obra
foránea a bajo coste en vez de posibilitar la entrada en el mercado laboral de
una poción de ese paro al coste natural, incorporando la población útil del
polo inferior al flujo (incrementado la clase media y el bienestar). Esto tiene
varios efectos perniciosos, de una parte, seguimos manteniendo a ese 10% como
una bolsa improductiva económica y socialmente, y de otra, deterioramos el polo
inferior. Efectivamente, la incorporación del tercer mundo a la parte baja de
nuestro sistema económico no puede tener por efecto otra cosa que el deterioro
de las condiciones económicas de la parte baja autóctona y con él de todo el
sistema. De hecho este es el mecanismo que se ha utilizado para deteriorar
nuestro estado del bienestar, como resultado de la confluencia de dos deseos
aparentemente contrapuestos, el de universalidad, de la izquierda, y el de
abaratar costes, del Capital. Vemos que la cuestión no es que vengan
inmigrantes, la cuestión es si vienen a solucionar un problema real o una
incomodidad de la tarea política, y la cuestión es si las medidas van en contra
de esa realidad que queremos inventar.
En ese entonces no se debió
permitir la entrada indiscriminada ni el uso indiscriminado de los servicios
que ahora se tienen que restringir, junto a otros que se restringen por la
coyuntura, por otras causas y otros conceptos. La culpa no es —obviamente— del
inmigrante, la culpa es del legislador que invierte las prioridades en el
desarrollo normal de las sociedades, y tiene falta de cálculo. Tenemos que ser lógicamente
solidarios con las víctimas de nuestra falta de cálculo, así como con toda la
ciudadanía, grande en número, sin recursos, pero, ¿y con los que están sin
permiso? Tal vez en este caso tengamos que ser solidarios y consecuentes con
nuestros actos, nuestro abandono, nuestro dejar las cosas estar, nuestra
irresponsabilidad y falta de criterio. Tal vez no. El nuevo ejecutivo lo hará o
no lo hará, dándole solución (la que estime) a un problema que no ha creado y
del que el gobierno anterior tiene que hacerse necesariamente corresponsable:
de la obligación de elegir y del resultado de la elección. De forma análoga
tendrían que hacerse corresponsables de las últimas reformas. A fin de cuentas
lo que ha ocurrido es que unos han llenado el saco de mierda (incremento del
déficit, reforma laboral, de pensiones, bajada sueldo de funcionarios) y otros
han quitado la guita que lo amarraba (reforma laboral, educación, sanidad, recortes,
etc.) y nos están echando la mierda a la cara. ¿Decir esto es de derechas? No,
esto es verdad, tan verdad como que si hubieran continuado hubieran tenido que
tomar éstas u otra medidas amparados en la “necesidad”, tan verdad como que
además de éstas hubieran tomado otras porque cuando se hubieran enterado y
reconocido que el déficit había sido del 8,51% ya no sería ése sino el 9 o el
10. ¿Es de derechas decir que es vergonzoso que se pongan en la primera fila de
las manifestaciones como si estuvieran libres de culpa (y que las aprovechen
para lavarla) y que la ciudadanía indignada haya aceptado finalmente tenerlos
al lado, sin pedir explicaciones, sólo porque parece haber encontrado un punto
de convergencia? En esto como en lo de REPSOL-YPF nos encontramos con una
cuestión que es anterior al tema de debate, que es la falta de verdad en las
cosas, la falta de criterio, de principios, la que debería hacer decir “vamos a
luchar contra esto, pero no de esa manera”, porque somos lo que somos: “no
somos de la derecha, no somos de la izquierda…”.
Al margen de lo solidarios que
finalmente queramos o podamos ser en esta coyuntura, la cuestión primordial e
inexcusable está ahí, no para ahora, para siempre. No la podemos obviar, si
queremos ser dueños de los designios de nuestra sociedad, y no podemos tener un criterio ideologizado o
parcial (en función del rol que ocupo en la sociedad), sólo una idea de
sociedad y un criterio respecto de las medidas o de su repercusión en el modelo
social a corto, medio y largo plazo. ¿Cómo de humanitarios deben ser nuestros
gestos humanitarios? Algunas voces dicen que las medidas que presuntamente se
van a tomar son contrarias a nuestro espíritu solidario (al espíritu solidario
español) que nos caracteriza. En efecto, España es un país generoso,
espléndido, pero no somos las Hermanitas
de la caridad, y no lo podemos ser, por mucho que nuestro anhelo, nuestra
preferencia sea la de acoger, repartir, etc. etc. Intentar serlo es confundir
las churras con las merinas o confundir un estado social deseable con el
posible y útil, o un Estado con una ONG; que parte de un sentimiento por el que
nos parece que si no hacemos todo lo posible no hacemos suficiente. ¿Esto es de
izquierdas? No, esto es un ejemplo de generosidad mal entendida, o de la versión
inversa (la que parte del contrapoder), e igualmente perversa, de la no
distinción entre fin y medios. Y no debe ser así, vamos a verlo.
Esto, de una parte, es un problema
de racionalidad. El gasto real que representa ese medio millón de personas que
han venido por su cuenta —aunque se respete e incluso sufra su desesperación—,
no está hecho con dinero imaginario sino de verdad. Todo el dinero que hay es
de verdad, y es limitado (seguimos buscando el que está debajo de las piedras).
Como es limitado, nos ponemos en la situación hipotética de tener que elegir
qué hacemos con nuestro dinero, esto es, si puesto que tenemos que aplicar
recortes lo hacemos sobre educación (sobre las referidas becas) o sobre la
sanidad aplicada a ese colectivo. Nosotros elegimos. Otra disyuntiva podría ser
si hacemos frente al gasto sanitario de ese colectivo o introducimos el copago
sanitario (además del farmacéutico). Ahora supongamos que sean un millón o dos
en vez de medio. ¿Y si fueran ocho millones? Es evidente que no se puede abrir
las puertas y decir que por pisar el suelo ya se es ciudadano de pleno derecho:
una cosa es que queramos ser ciudadanos del mundo y otra muy distinta es que el
mundo entero sea ciudadano de aquí: que con más millones el problema sea mayor
no quiere decir que sea un problema distinto sino que lo presentamos de forma
más patente y repercute más. Incluso el auxilio tiene sus limitaciones.
Esto, de otra parte, es pragmatismo
¿Este pragmatismo es una forma de nacionalismo? Tal vez, pero esta forma de
nacionalismo no es nada más que el derecho de los pueblos (de este pueblo) a
alcanzar una idea de sí mismo, de acuerdo a toda una trayectoria cultural, y
unas perspectivas de progreso, imposibles de alcanzar en un contexto de
integración cultural forzada, o de simbiosis. La universalidad es superior a
cualquier sentimiento nacionalista, pero esta universalidad se tiene que alcanzar
paso a paso, y sin menoscabo de los logros culturales y sociales alcanzados. En
definitiva no es nacionalismo sino independentismo, esto es, independizar al
modelo social de todas las rémoras sociales y económicas que destruyan su
viabilidad como proyecto.
Aquí, como en el caso de Argentina
confluyen dos derechos o dos ideas con una jerarquía diferente según el
espectro social, inducida por la no contemplación de algunas cuestiones o el
excesivo peso dado a otras: apartarse de la realidad del mundo o estar sometido
por ella. Existen palabras, existen términos, que quieren decir cosas. Existe
“de dentro” y “de fuera”, y existe la posibilidad de hacer extensivo lo de
dentro a los de fuera (por la vía de la universalidad y de la generosidad),
pero eso es una cosa, que implica el gobierno de nuestro destino, y otra muy
distinta es que esa universalidad venga impuesta o gobernada por emociones y
deseos, que esa integración se conforme como una circunstancia más, como un
tsunami cultural que lo arrasa todo, que el fin último se convierta en el fin
primero, porque en ese caso después del primero no habrá ningún otro. No diferenciar
los términos, confundir los conceptos, negarlos (acordémonos del nihilismo) es
negarnos la posibilidad de estructurarnos como sociedad.
Esta fórmula va teóricamente en
contra de nuestra idea de universalidad, pero hacer la contraria va en contra
de las posibilidades reales de alcanzar esa universalidad, porque da lugar a
procesos de regresión social, o, lo que es lo mismo, a la supresión de la clase
media y la bipartición en dos polos diferenciados a través de su desplazamiento
hacia el polo inferior, y con todo esto, a la supresión de la universalización
del bienestar, porque esta forma de
afrontar la universalidad va en contra, además, de la universalidad misma o de
hacerla viable económicamente: para crear una sociedad de desarrollo tenemos
que saber cuántos estamos para ingresar y entre cuántos tenemos que repartir,
porque en función de esto sabremos de qué masa social disponemos para los
servicios de valor añadido (de acuerdo con la inversión social) o abocada al
paro (con el modelo actual). Dicho de otra forma, antes de pretender una
universalidad tenemos que alcanzar una sostenibilidad sistemática, es decir un
sistema autosostenido económicamente, y para eso sólo hay un camino (La Sociedad Inversa ),
mientras que todo lo referido anteriormente va en contra de esta posibilidad
(ir en contra del sistema capitalista no es abandonarnos en la miseria). Dicho
de otra forma, la universalidad no es llevarnos a todos al nivel de referencia
cero, porque eso es lo que persigue y es el efecto último de la regresión
social, la verdadera universalidad es la consecución de una potente clase media
capaz, de un flujo amplio.
He hablado de bipolaridad y de
flujo, que es tanto como hablar, grosso modo, de crecimiento (desarrollo
económico) y bienestar (desarrollo social), pues bien, prescindiendo de
ideologías, y a falta de disponer de una verdadera teoría socioeconómica que dé
sentido a estas dos variables, sólo podemos hablar de sus ajustes para marcar
un camino que nos lleve a una sociedad sostenible y justa: no podemos ir hacia
la regresión social ni por imperativo económico (capitalismo puro y duro) ni
social (falsa universalidad), no podemos ir hacia el subdesarrollo ni por
imperativo social (el bienestar fraudulento o desorganizado) ni económico
(globalización).
Por cierto, que no parece mal momento para iniciar dicha Teoría.
anterior
posterior
Por cierto, que no parece mal momento para iniciar dicha Teoría.
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